sábado, 4 de julio de 2009

Una breve historia de las Guerras de Insurgencia

Sentado en una férrea silla, dispongo el fusil, lo limpio con un trapo, reviso el cargador sin demasiado ánimo, limpio la pólvora que hay en su interior, y me pregunto cuantas balas se habrán disparado desde el arma tras la última limpieza. AOC 107, han pasado muchos modelos por mis manos, pero durante los últimos cuatro años apenas he visto otra cosa que estos rifles, de retroceso mínimo y alta efectividad. Se estrenaron con las Guerras de Insurgencia, en las incursiones sobre Líbano e Irán, revelándose como el arma de cadencia rápida más versátil y con el mayor porcentaje de blanco por disparo de la historia. Utilizados por las fuerzas de la ONU y enfrentados a esos patéticos AK, una sutil mejora del arcaico modelo soviético en manos de las superadas milicias árabes. Avanzaron raudos los fusiles de la ONU, aniquilaron al enemigo, ni uno quedó con vida, y los que lo hicieron murieron poco después bajo las leyes de la bandera de las cincuenta estrellas y su ostentoso ejército, que componía más de la mitad de las tropas enviadas por las Naciones Unidas.

Mientras andaba yo en tales cavilaciones llegó Johnson, uno de los tipos duros que le gustan al Ejército de los Estados Unidos, propietario del fusil y de mi vida desde hace diez años. Como era habitual reclamó su arma en un tono desdeñoso y hostil, y yo se la entregué sin vacilar, esperando su reacción, temeroso de recibir alguna reprimenda física por alguna nimiez. Efectivamente, no tardó en proferir unas cuantas palabras, rutinarias e hirientes: - ¡Mexicano de mierda, en tu país pudriéndote te tenías que haber quedado!

A eso le siguió una patada que me alcanzó en el pecho, y que me llevó hacia el suelo junto con la silla. Me mordí la lengua al caer, y notaba como la sangre se mezclaba con la saliva. Pero con rapidez, y sin prestar atención al agudo dolor que se gestaba dentro de mis fauces, corrí a arrodillarme bajo las botas del soldado. Luego posé mis mestizas manos en las botas del soldado. Este, con ambas manos, me obligo a besar su sucio calzado, y yo, sin otra opción lo hice, dejando en la bota una marca carmesí. Luego alcé la vista hasta sus pantalones, de distintas tonalidades de gris, y con un gran machete atado a su pierna derecha. Atisbó mi osadía entonces, había levantado la cabeza más de lo estipulado, y en consecuencia él me escupió alcanzándome en la frente. Sin embargo, yo levanté la mirada y vislumbre esa sonrisa que me recordaba a Francisco, un matón del colegio que acostumbraba a humillar a todo aquel que no se dignaba a reír y aplaudir sus acciones.

Sin pensarlo dos veces, me abalancé sobre su pierna rodando, y agarrando el arma blanca en el acto. La sonrisa de Johnson mutó en una mueca que dejaba al descubierto sus dientes, en una expresión de furia y sorpresa. Antes de que pudiera maldecir de nuevo, tomé impulso con ambas piernas, saltando con el machete agarrado con ambas manos. No tardó en caer al suelo, y yo sobre él, agarrando aún el machete, mientras su boca exhalaba un último suspiro, y de su nuez, atravesada por la hoja de metal, comenzaban a brotar finos hilos de sangre, que se convertirían en torrentes cuando retirase el arma que hizo posible la rebeldía.

Ahora estoy aquí, escribiendo mis últimas palabras, esperando a que alguno de sus compañeros aficionados a la caza de humanos llegue aquí, observe mi crimen, y decida castigarme con una ráfaga de balas de su fusil, que probablemente habrá limpiado otro esclavo. Así pues como testamento sólo dejo unas palabras de reflexión: ¿Realmente fue criminal afrontar el abuso, y en consecuencia reunir el valor para enfrentarme

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