domingo, 12 de julio de 2009

Día 2: Vi Britannia


Amanece gris en la urbe del Támesis, desde la ventana entra ese aire impregnado a humedad, ese olor a mojado que envuelve al vagabundo con sus mantos, que atrapa al que busca, que se gana el desprecio de muchos junto con la lluvia que conlleva.

El cielo oscuro, que lejos de mostrar una situación borrosa o difusa, falsa, demuestra su clarividencia, su contundencia a la hora de ocultar un sol que jamás existió, una luz que jamás recibimos y que no debiera de esperarse. Y la lluvia, esa compañera que catalogan de triste y solitaria, mas siempre hace compañía al viajero que busca con un mapa sobre una carpeta, tal vez sin saber siquiera que persigue, o quizás sólo con la certeza de que ha de buscar la propia búsqueda para algún día caminar desde esta última. Las gotas impregnadas de humedad son aquellas que siempre incitan al viajero a cargar con la mochila y al que no lo es a huir de la lluvia, a recurrir a compañías ya forjadas, a usar otra alternativa que el vagabundo no tiene opción de utilizar.

El río se encoge por la mañana, queda reducido casi a un arroyo visto desde el pétreo puente desde el que habitualmente parten los piragüistas de Cambridge y Oxford. Y sin embargo crecerá alto, hasta donde la línea vegetal verde señala, en un flujo constante de idas y venidas. Entre idas y venidas se hace un camino, primero alrededor de la acogedora casa, luego desde el bullicioso y transitado Piccadilly Circus, y cerca de allí, la ciudad dentro de la ciudad, Chinatown, con letreros de ambas lenguas, extranjeros que hicieron del extranjero su patria, tal vez alguna vez vagabundos, que cansados de no encontrar, crearon el propio objeto que buscaban.

Por aquellas calles céntricas todo el mundo caminaba con un rumbo aparente, mas en aquel baile de máscaras me pregunto cuantos de ellos sabían a dónde iban, qué querían, y en última instancia, cuantos consiguieron el éxito, cuantos de ellos se engañaron para sentirse mejor, y cuantos de ellos asumieron el fracaso de haber perdido el rumbo, si es que alguna vez existió eso.

La lluvia, de nuevo, a la hora de volver en los férreos carros de dos pisos, acompañó como una hoguera en los fríos siberianos. Se dejo notar antes de subir y tras bajar de la carreta metálica, acompañando por las calles, hasta la misma puerta del lugar para reposar mi particular amasijo de huesos y carne, para despertar nuevas fuerzas que sumadas al impulso de la oscuridad y la lluvia, quizás aumenten la probabilidad de encontrar la búsqueda.

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