viernes, 30 de diciembre de 2011

Los músicos. Capítulo II: Botines


Aplastó el cigarrillo contra el cenicero. No solía fumar, pero antes de los conciertos tenía la costumbre de tomar un cigarrillo. Pero no lo hacía justo antes de subir al escenario, se deleitaba en su casa, disfrutando del placer después de su jornada de trabajo. Por la mañana sus dedos ya tamborileaban sobre las cajas que transportaba de un sitio a otro.

Gracias a esos modestos ingresos se había comprado aquel amplificador, que después de apagar el cigarro y quedarse un par de minutos mirando al techo tarareando, enchufó. Comenzó a tocar, sin temor a los vecinos que en otras ocasiones ya habían bajado a advertirle. Pero hoy no le importaban las malas caras. Que se jodan, hoy es mi día- pensó. Cerró los ojos por un momento mientras asentía al compás con la cabeza. Cuando los volvió a abrir, esperaba apoyada en el marco de la puerta del pasillo una mujer, de ojos del color de las almendras, despiertos, curiosos. Pelo castaño, como las hojas que se caen de los árboles en otoño, y aquella sonrisa. Era su otro pequeño gran placer. Hacía poco que estaban juntos, pero se concentraba en disfrutar de la vida. Ella y su música eran el frágil hilo que lo mantenían animado frente a la desesperación y el desanimo de muchos otros. Tenía suerte por el momento, así que a aprovecharla mientras dure- se decía cuando, de vez en cuando se paraba a reflexionar. Dejó la guitarra y dedicó un tiempo a su placer, tanto, que cuando fue a darse cuenta, aún no había cenado y restaba poco para el concierto. Su novia se fue a cenar con unas amigas y prometió verlo en el concierto. Cogió lo primero que encontró por el frigorífico y lo engulló. 

Se abrochó con prisas la camisa, cogió la funda de su guitarra y se puso unas zapatillas cualquiera. Eso si, no se privó del tiempo de repeinarse. Justo cuando cerró la puerta se dio cuenta: sus botines. Abrió la puerta, se descalzó y se los puso. Era muy tarde para dejarlos atrás. Lo habían acompañado desde su primer concierto con Patillas y El Abuelo, ahora lo llamaban así por ello. Hubo un tiempo en que pensó en tirarlas, estaban algo viejas y apenas las utilizaba, pero El Abuelo insistió en que la guitarra y esas botas iban unidas. Maldito viejo, siempre se las arregla para convencernos- pensó esbozando una sonrisa involuntaria en el instante en el que dejaba la casa. Nunca había entendido como podía llevarse tan bien con esos dos, tan particulares y sin embargo tan geniales. Tal vez eran raros porque no habían tenido su suerte, quién sabe como acabaría el si rompieran las frágiles cuerdas de sus placeres. Condenado a conformarse como mucho con un trabajo temporal que no le gustaba, la verdad es que le costaba imaginarse sin sus placeres. Era lo único a lo que podía aferrarse, y tenía la sensación de que nada de lo demás merecía la pena, lo veía a su alrededor cada día.

Caminó rápido y alegre, ajeno a todo lo lúgubre, con su guitarra en la mano. A un par de chicas les guiño el ojo por la calle conteniendo una sonrisa, cuando estaba de buen humor le encantaba hacer eso. Entró al bar y echó un vistazo, todavía no había casi nadie. Al final había llegado un poco antes. Esperó en el escenario. El Abuelo estrechó su mano, parecía alegre. Pronto llegó Patillas, no tenía muy buena cara, pero esta sufrió una transformación en positivo en cuanto vio el escenario montado. Llegó  Subió y echó una mirada al no muy numeroso público, no veía sus ojos de almendra.




domingo, 11 de diciembre de 2011

Los músicos. Capítulo I: El Abuelo


Agarró su cabellera gris con la mano izquierda y con el dedo índice de la derecha se colocó las gafas. Puso los pies sobre la mesa y miró el techo, amarillento. Miró el suelo, una capa de basura ennegrecía las baldosas. Apesta, como la vida misma –pensó El Abuelo. Desde que se había divorciado y se había mudado a aquel piso de alquiler no estaba contento con nada. Asqueado con el mundo se tumbaba en el sofá, miraba al techo y al suelo, ponía la tele de vez en cuando y refunfuñaba. Se levantó, y sus calcetines arrastraron la mierda del suelo hasta detenerse cerca de la ventana. El Sol se ponía, pero aún así sus últimos rayos le obligaron a entrecerrar los ojos. Jodida luz- masculló.

Apoyó su mano en la funda del contrabajo, quince años inseparables juntos. Sonrió, y su mal humor de súbito cambió. Abrió la funda, acarició suavemente las cuerdas, como si estuviese tocando la piel de una mujer. Débiles sonidos graves comenzaron a extenderse por el pequeño salón, como un agradable susurro. Cerró los ojos para sólo pensar en cada nota, mientras bailaba junto a su instrumento, lo mecía como a una bailarina. Cuando se quiso dar cuenta ya había anochecido y no había luz en la estancia. Encendió la luz del salón y miro su reloj de pulsera. Joder, regalo de su exmujer, pero qué útil le había sido-pensó. Eran las nueve, iba con el tiempo justo. Colocó con cuidado el contrabajo en su funda, lo dejó sobre el sofá mientras iba a la cocina. Abrió el frigorífico. No había mucho que enfriar, dos paquetes de salchichas, una cerveza a la mitad que probablemente ya no tendría gas, y media docena de huevos. Cogió una sartén y se hizo un par de huevos fritos. En la cocina, acompañando el sonido de la comida en contacto con la boca y algún ocasional coche que se oía desde la calle, el repiqueteo de sus dedos retumbaba sobre la mesa de forma rítmica. Se duchó y se vistió, cogió su camisa de cuadros, los vaqueros y sus zapatos marrones, los únicos que no tenía destrozados.

Agarró su instrumento y se lanzó a la calle, la luna aparecía de vez en cuando, juguetona, desparecía de vez en cuando bajo el cobijo de las nubes. Pero, aunque a veces disfrutaba viendo la luna desde su piso, hoy tenía asuntos más importantes que atender. En su rostro se vislumbraba una sonrisa, que se transformó en una gran mueca de felicidad cuando atravesó en el callejón y entró en el bar. Ahí estaba el escenario, ya montado, y sus colegas, Patillas y Botines, dos jóvenes, o al menos jóvenes si los comparaban con sus más de cuarenta años. Y sin embargo eran prácticamente lo único que tenía, esos pipiolos, con su batería y su guitarra, habían aportado mucho más a su vida que cualquier viejo carcamal de la televisión con los que perdía el tiempo cuando estaba enclaustrado en su casa. También que aquel calvo cabrón, con su característica papada, que pronunció con seriedad, pero él estaba seguro que con una interna satisfacción, las fatídicas palabras que habían de comenzar a hundirlo en la miseria: “estás despedido”.

Estrechó con fuerza la mano de Botines y la de Patillas cuando llegó, algo más tarde que ellos, y subió a la pequeña tarima que sería el escenario.