domingo, 5 de julio de 2009

Viaje

Mientras tanto Satara daba vueltas en su celda, paseando sin descanso de un lado a otro con los puños apretados y la mirada en el suelo. Sus gestos eran acelerados y bruscos, su respiración, agitada. De repente propinó un duro golpe al granito de la pared con el puño, que se detuvo en seco sin provocar si quiera un rasguño en la pétrea prisión. Retiró con lentitud el puño para luego abrir la mano, descubriendo las yemas de los dedos teñidas en un color azabache. Trató de limpiar el oscuro color en su brazo, menos sucio, mas pronto descubrió que aquella superficie era áspera y escamosa, que se había adherido como una capa de piel. Ha empezado de nuevo- reflexionó para sí en un susurro.

Durante los dos días que permanecieron estacionados en la ciudad costera Satara apenas se movió, exceptuando la hora de la comida, compuesta de un solitario plato que sistemáticamente era engullido, del cubo de excrementos, y en ocasiones el tiempo en el que Sigfrid pasaba a realizar preguntas en las que casi siempre sólo levantaba la mirada guardando silencio, con unos ojos que en la oscuridad parecían encenderse en un tono rojizo, como las brasas crepitantes de una hoguera mal apagada. En aquel par de días, cuando la estrecha ventana filtraba la luz rauda que se adhería a las baldosas de granito, se observaba como el dorso de la mano comenzaba a perder su color natural, obteniendo a cambio aquel oscuro recubrimiento que como un miembro gangrenado y sin amputar ganaba terreno en su cuerpo.

El día de la partida llegó al fin, y la tripulación embarcó en un gran galeón, la Lumière. El prisionero, escoltado por cuatro guardias y reducido por cadenas en pies y manos, detuvo su mirada en el castillo de popa, donde se observaba un cuidado trabajo de carpintería, con volutas en la baranda. Luego, antes de ser enviado a la bodega, pudo ver los cuatro grandes palos que se encargarían de recoger el viento y llevarlo a su destino, y también vislumbró aquella odiada bandera, ese resplandeciente sol icono de la deidad, ese símbolo que había jurado representar primero y luego destruir, no sólo lo que representaba ese símbolo, sino a quienes lo controlaban y le daban forma, aquellos que en un tiempo fueron sus compañeros, tiempos en los que su inocencia y su esperanza se cristalizaron, y fueron desterradas y olvidadas. Como inmediata reacción sus puños se cerraron, mientras lo introducían en las sombras de la bodega, encerrándolo en la correspondiente jaula. Abandonaron el puerto escoltados por otros dos galeones de menor tamaño, entrando en un mar manso y con leves ondulaciones, que con la ayuda del viento soplando a favor eran traspasadas por el bulbo de proa. Sigfrid permanecía atento al avance de los barcos que se adentraban en la inmensidad del horizonte, dejando un rastro de espuma blanca que se dispersaba y desaparecía tras la embarcación. Después dio algún paseo, y finalmente subió al castillo de popa, charlando con el timonel, un hombre sin apenas dientes, de tez morena y rudas palabras. Mientras tanto en la jaula de la bodega, el prisionero permanecía en silencio, sentado, escuchando el crujir de los maderos, con su oído apoyado en la húmeda y áspera superficie del barco, tratando tal vez de escuchar el nítido sonido de las olas, el sonido del otro lado.

Satara, el azote de los dioses. Extracto del capítulo II.

No hay comentarios:

Publicar un comentario