sábado, 27 de julio de 2013

Capítulo XII: Ruptura



El tono del hombre corpulento ya no era tan agresivo como un par de días atrás. Sus ojos miraban a todos lados, inquietos, y sus dientes rechinaban de vez en cuando.

-Pero qué vamos a hacer ahora mi querida Hafsa, nos matarán, vendrán más, seguro que vendrán más y mejor preparados ¿por qué lo has hecho? Yo sólo quería protegerte

- ¿Arreándome como si fuese un animal? Tienes el valor para dejarme la cara así, pero no para enfrentarte a los que se llevan a medio pueblo para que luego vuelvan lisiados o muertos. Esta guerra no va con nosotros, que se peleen ellos y que sean ellos los que sufran las consecuencias de la guerra ¿O no te acuerdas de lo que ocurrió hace varios años en la anterior guerra? Aniquilamos al reino vecino con la ayuda del Imperio, pero nosotros perdimos.

- Si no obedecemos nos matarán a todos y se acabó la historia. Recemos porque vengan a esta aldea los conquistadores antes que nuestro reino. Pero por mucho que te opongas, nos reclutarán unos u otros, o por el contrario seremos eliminados. Somos una aldea insignificante.

Hubo un instante tenso de silencio seguido con atención por decenas de ojos y oídos que esperaban con incertidumbre un desenlace. El hombre acercó su mano hacia Hafsa y se la cogió.

- Vámonos a casa, recojamos las cosas y huyamos de aquí con la niña- dijo en un tono más bajo tirando de su muñeca.

Hafsa se la apartó bruscamente de un manotazo pillando al hombre corpulento por sorpresa.

-Pero no estamos solos, aquí hay gente de otras aldeas- dijo en voz alta uno de los chicos jóvenes del pueblo que iba a ser reclutado.

- A ti nadie te ha dado vela en este entierro, niño, hablas desde la inexperiencia- contestó alterado el hombre.

-No, a ti no te la ha dado nadie y has irrumpido aquí. Estoy cansada de agachar la cabeza, y aunque sólo sea un poquito hoy la he levantado. Ya no estoy dispuesta a soportar más, escucha bien esto-dijo gesticulando y señalándole con el dedo-. Ya no soy más tu mujercita a la que puedes manejar como una muñeca. Puedes ir largándote del pueblo si te da la gana. Yo y tu hija nos quedamos. Si hace falta nos defenderemos.

El hombre pareció encararse, exasperado por la situación, pero Hafsa a pesar de que estaba alterada se mantuvo firme. Algunos de los aldeanos, que tímidamente habían asentido a lo que decía Hafsa, dieron un paso al frente. El hombre corpulento se vio reducido y visiblemente enfadado abandonó aprisa la multitud.

Todos los presentes habían enmudecido para escucharla y muchos de ellos veían a la mujer y al grupo de aldeanos que se habían alzado con ella como la nueva autoridad. Hafsa dejo al cargo de sus compañeros las tareas del funeral, atención a los heridos y el alojamiento para los habitantes de otros pueblos.

Con algunos de los habitantes del pueblo fue camino hacia su casa para asegurarse de que su marido no se llevaba a la niña. Cuando llegaron a la casa el hombre corpulento estaba a punto de salir. Se quedó sorprendido al ver la comitiva que lo esperaba a la puerta de su casa. Estaba con los bártulos de los que había podido hacer acopio y salió de la casa seguido por la niña morena de cabellos como el ébano.

-Despídete de ella, no voy a consentir que te la lleves- sentenció Hafsa.

-¿Qué pasa mamá?- preguntó la niña desorientada.

-Papa se tiene que ir de la casa, durante un tiempo estaremos tú y yo solitas, ¿vale? – dijo mientras se acercaba y los aldeanos observaban.

-Mentira, me echa de casa, ¡te quiero mi niña!-dijo el hombre con lágrimas en los ojos mientras la abrazaba.

-¿Por qué mamá?- dijo la niña mirándola, con lágrimas en los ojos.

- No ha sido un buen papá, así que se va hasta que aprenda a serlo- respondió Hafsa, que aunque lo hizo con toda la dulzura de la que podía hacer acopio en ese momento, también fue tajante intentando que aquella desagradable situación pasase cuanto antes.

-Pero yo quiero que esté conmigo

-Lo sé, yo también lo habría querido, pero no quedó más remedio- dijo Hafsa, a la que también empezaban a brotarle lágrimas- ¡Ahora vete!- dijo a su marido mientras lo apartaba de la niña.

Frente a la atenta mirada de los habitantes de la villa no se atrevió a hacer nada. Tan sólo cuando se iba, con los ojos llorosos, gritó: - ¡Volveré a por ti, mi niña!

Mientras tanto otro grupo de aldeanos había ido a habilitar un espacio para todos los habitantes de otros pueblos que tenían que pernoctar allí. Se sorprendieron cuando vieron la iglesia vacía. El sacerdote había huido. Cuando estaban pensando donde alojar al resto de aldeanos, uno de los sirvientes del cacique informó de que este había abandonado sus propiedades al enterarse de lo que había sucedido. Algunos de sus criados se habían quedado aquí para proteger sus propiedades. En cuanto el cacique abandonó sus tierras se reunieron y decidieron que nada les ataba a su señor. Una vez hecho esto acudieron al lugar donde había sucedido todo.

Así pues, solucionados los problemas de alojamiento, los aldeanos incineraron al noble y a sus soldados que habían caído. Requisaron las armas de los que aún estaban vivos y los encerraron en los sótanos de la casa del cacique a la espera de decidir su destino. Los cuerpos de los que se habían alzado y perecido en el intento de evitar el reclutamiento fueron lavados y metidos en ataúdes hechos aprisa para la ocasión. A pesar de que no se había organizado previamente grupos de habitantes, de la villa y de otras, velaron los cuerpos durante la noche.

jueves, 18 de julio de 2013

Capítulo XI: La joven

-¿Quién demonios eres?- preguntó el hombre a caballo, mientras hacía indicaciones a sus tropas mejor entrenadas para que acudiesen a defenderlo.

-Un soldado. Pensaba que con su dilatada experiencia en combate sabría distinguir a uno. Supongo que lo sobreestimé, es aún más incompetente de lo que pensé- contestó Satara con evidente sorna, mientras los soldados que habían atrapado a los aldeanos rebeldes se posicionaban alrededor de Satara. A cargo de los prisioneros quedaron algunos campesinos de la leva.

- Vienes aquí, acabas con dos de mis hombres, y rodeado osas faltarme el respeto, ¿Qué es lo que pretendes gusano?

-Deje en paz a los campesinos y huya a cualquier hoyo a esconderse. No tienen nada que hacer contra el ejército Imperial, y si quiere enfrentarse a él, hágalo con sus propias fuerzas.

-Se acabó, no toleraré ni un insulto más, ¡Acabad con él!

- ¡Sabino! ¡Si todavía estás ahí ha llegado tu turno! ¡Libera a los aldeanos presos!

Satara alzó sus armas mientras el círculo se estrechaba. Aún calientes y embadurnadas de sangre, las hojas dejaron caer unas gotas más al suelo antes de volver a sus labores. Miró al hombre que tenía enfrente, sonrió e hizo un amago de correr hacia delante y placarlo. Apenas a un metro del enemigo, cuando este ya se disponía a rebanarlo se agachó y detuvo el golpe manteniendo firme y horizontal la cimitarra de su mano izquierda. Su mano derecha ascendió a la vez que se incorporaba, hundiéndose en la carne de su rival hasta atravesarlo y derribarlo hacia atrás. Avanzó unos metros y de repente se paró en seco levantando gravilla y encarándose con sus perseguidores.

El noble dio órdenes a los campesinos de la leva para que atacaran. Satara esbozó una media sonrisa, y antes de que sus enemigos le alcanzasen comenzó a correr alejándose, seguido de la hilera de soldados y de algunos campesinos. El noble permaneció en su posición observando. El recorrido en un principio curvo pronto se transformó en ovalado. Entre el noble y él ahora sólo se interponían algunos campesinos. Intentó esquivarlos aunque recibió algún corte superficial en los brazos que ignoró.

El rostro del reclutador se descompuso al comprobar las intenciones de Satara y trató de dar marcha atrás con el caballo y huir. Pero ya era demasiado tarde, con la velocidad de un corcel, Satara se situó al lado del caballo e hizo un corte en el costado de su enemigo. Este, que había encontrado el camino para huir trató de hacerlo a pesar de las heridas. Y lo consiguió, hasta que la cimitarra que había lanzado su perseguidor lo atravesó, derribándolo del cadáver unos cuantos metros después.

Entretanto Sabino había liberado a la joven y al resto de aldeanos. Estos estaban ahora intentando rodear a los soldados, incrementando su número por momentos, nutriéndose de los aldeanos del pueblo y del resto de campesinos de la leva. Sólo uno de los soldados que aún perseguía a Satara luchó, siendo eliminado sin pestañear por este.

Los soldados del noble fueron despojados de sus armas mientras Satara recuperaba su arma. Luego caminó hacia Hafsa.

-¿Y tú quién eres?-preguntó la mujer.

-Me llamo Satara, y él-señalo a su compañero- es Sabino. Formamos parte de los marineros que fondeamos cerca del pueblo.

-Gracias por la ayuda, a ambos. Ahora necesitamos retirar a nuestros muertos, pero mañana nos gustaría hablar con vosotros. Lo haremos al ponerse el Sol para que podamos enterrar debidamente a los nuestros.

-Entendido-dijo asintiendo, y luego hizo un gesto a Sabino para  que lo acompañase de vuelta al campamento.

Mientras se alejaba Satara vio como el grupo de aldeanos que se había alzado se rodeó de sus compañeros del pueblo y de otras villas. El ejército en el que habían sido integrados había desaparecido y con ello la obligación de ir al frente. También observó como el hombre corpulento que había agredido a Hafsa días atrás se acercaba a ella.

martes, 9 de julio de 2013

Capítulo X: Levas

Volvieron para avisar a sus compañeros de las novedades y decidieron que lo mejor sería acampar en la arboleda hasta que los hombres de Abdul hubiesen acabado el reclutamiento. Durante la tarde, Satara se aventuró hasta las afueras del pueblo, que permanecía silencioso, sin apenas movimiento. Cuando los habitantes se cruzaban entre ellos sólo parecían intercambiar una mirada sin hablar. Sólo se veían algunas mujeres que iban a por agua a la fuente o cargaban sacos. Los hombres eran aún menos frecuentes, excepto alguno cargando un saco, probablemente estarían organizando la pesca. El Sol se puso y Satara permaneció un rato más observando. Se preguntaba dónde estaría aquella joven, no la había visto ir a la fuente ni aparecer paseando, aunque tal y como lucía el pueblo, probablemente no todo el mundo habría salido de su casa. A muchos les quedaba poco tiempo en aquel poblado, apenas un día.

A la vuelta Halim y Mario hablaban en voz baja para no despertar a Sabino y Firas, que ya estaban durmiendo. Hicieron un gesto a Satara para que los acompañara.

-¿Entonces Abdul también se proclama representante de Luminarië? ¿Por qué una guerra entonces?-preguntó Mario.

-No lo sé, supongo que el dinero es más poderoso que la religión, recuerda cual era nuestro trabajo, no debían llevarse muy bien entre ellos, se hacían la competencia-dijo Halim.

-¿Cómo ha ido? ¿Alguna novedad?- preguntó Mario al recién llegado.

-El pueblo es un cementerio, veremos que ocurre en un par de días-comentó Satara uniéndose a la conversación. Aunque lo que más me preocupa es que el verdadero peligro venga aquí, el ejército de Luminarië. A esos pobres diablos que van a ser reclutados, los van a mandar al matadero y lo saben, pude verlo en sus caras. En cuanto a Abdul, si no me falla la memoria es, o era, uno de los obispos que rodean al “Gran” –hizo énfasis en esta palabra, con desprecio- Padre. La mayoría tienen una mente estrecha, lo único que saben hacer bien es adular para trepar bien alto en la jerarquía. Por lo demás, que lo hayan colocado al frente de este reino tal vez haya aumentado fatalmente sus delirios de grandeza hasta el punto que hayan acabado con la escasa paciencia del “Gran” Padre. O tal vez simplemente lo ha usado como cabeza de turco para asegurar completamente su influencia sobre la zona. A esta guerra no le falta “santidad”-finalizó con ironía.

-La cuestión es cómo nosotros vamos a salir indemnes de esta guerra, qué vamos a hacer si Barbablanca y el resto no aparecen. Todos hemos visto la flota que marcha hacia el sur, ni siquiera sabemos si van a mandar más barcos –planteó Mario.

-De momento no podemos hacer nada más, no sabemos cómo están los caminos- dijo Halim.
Poco a poco el silencio fue apoderándose de los presentes hasta que la conversación se apagó. Satara permaneció en su sitio de guardia, con la mirada puesta en el poblado. Durante un rato se levantó, y caminó con las manos cruzadas a la espalda, pensativo. Así permaneció hasta que volvieron de nuevo los dolores y tuvo que tomar un poco de adormidera para mitigarlo levemente, ya que si tomaba demasiada no podría mantenerse despierto durante la noche. Con los primeros rayos de sol fue relevado, y descansó hasta la tarde. Tomó una hogaza de pan que había en el campamento y recogió algunas frutas. Luego se acercó al pueblo, observando desde la distancia.

A diferencia del día anterior, el pueblo bullía de actividad, hombres y mujeres caminaban de aquí para allá, cargados con sacos y llevándolos a lo que parecía ser un almacén. Lo que no cambiaban eran sus rostros, los mismos que cuando había venido el jinete al pueblo, una mezcla entre rabia y temor. Aunque por el momento- pensó Satara- es el miedo el que prevalece.

De repente de entre toda la actividad pudo distinguir a la joven que se había enfrentado al mensajero. Tenía un ojo morado y la mejilla todavía estaba sonrojada. De cerca la seguía el hombre que se la había llevado arrastrando de los pelos, cargando un saco. La mujer dirigió su mirada hacia las afueras del pueblo, como si buscara evadirse, y al hacerlo, vislumbró a la persona que la estaba observando desde la lejanía. Miró durante unos segundos, y luego rápidamente retiró la mirada y siguió caminando hacia el almacén. Durante toda la tarde hicieron lo mismo una y otra vez, y sin embargo, Satara permaneció allí observando. Cuando volvió a la arboleda ya sólo quedaban Firas y Sabino despiertos, que animados contaban anécdotas. Satara se sentó para cenar algo, y le pidió a Firas que se encargase de la guardia de la noche. Intrigado, le preguntó la razón.

-Quiero ver qué ocurre con el reclutamiento mañana en el pueblo

Firas accedió y Sabino, interesado, preguntó que si podía acompañarle. Satara no puso ningún impedimento siempre y cuando no llamase la atención.

Con los albores del día, Sabino y Satara avanzaron  y se subieron a un par de árboles, más lejos que desde dónde había observado Satara el día anterior. Cuando lleguen los hombres de Abdul para llevarse a los campesinos y pescadores nos acercaremos con precaución-indicó Satara.
Tuvieron que esperar casi a que el sol llegase a su cenit para que aparecieran los hombres del monarca. A la cabeza, un jinete cuya armadura desprendía un fulgor plateado. Tras de sí una escolta de unos veinticinco hombres, que marchaban disciplinados. Y detrás, en hilera, dos centenares de hombres que marchaban con diferentes armas y desordenados. Al final de la marcha, algunos de estos hombres, llevaban unos cuantos carros llenos a todas luces de suministros.

Los aldeanos salieron progresivamente de sus casas mientras Sabino y Satara bajaban del árbol y avanzaban arrastrándose sigilosamente para tener una vista más privilegiada del acontecimiento. Los hombres se despidieron de sus mujeres y sus niños. Fueron agrupándose en torno al noble y este les ordenó que fueran pasando hacia atrás para incorporarse a su columna. Dio la orden a cinco de los guardias para que registrasen las casas en busca de algún rezagado que hubiese tratado de evitar el reclutamiento.
De repente, un grupo de aldeanos, entre quince y veinte, trató de abalanzarse con el monarca. A la cabeza estaba la joven del moratón, que portaba una espada, al igual que todos los aldeanos que iban en primera línea. Lanzó un grito de guerra en morruk y todos cargaron. El rostro del que probablemente era su marido, que caminaba hacia el final de la columna, se descompuso.

No obstante, a pesar del coraje de los aldeanos, fueron rápidamente reducidos por los experimentados guardias de la cabecera, resultando una pareja muerta en el combate y diez habitantes heridos.
Mientras la refriega se había estado librando, Satara se había puesto en pie y había avanzado sigilosamente hacia la cabeza del pequeño ejército. Algunos campesinos lo habían visto, pero inexperimentados, no hicieron nada excepto guardar silencio. No desenvainó sus cimitarras hasta estar lo suficientemente cerca de los dos guardias que se habían quedado  escoltando al noble. En apenas un par de segundos desenvainó y con ambas espadas decapitó al primer guardia. El segundo lo eliminó realizando un preciso corte en la yugular de la víctima. Ahora, los campesinos de la leva comenzaron a rodear  a Satara, algunos de ellos temblorosos. El noble se giró desconcertado.

-No sé qué lo que les da a sus hombres pero hay alguno que ha perdido la cabeza por usted-se adelantó Satara antes de que el noble saliese de su asombro.

sábado, 6 de julio de 2013

Capítulo IX: El jinete

Las naves llevaban todo el velamen desplegado, el viento soplaba desde el norte y les permitía avanzar rápidamente por la costa. Las mastodónticas proas de las embarcaciones, coronadas por sus mascarones lujosamente ornamentados, rompían las olas dejando a sus lados y tras de sí un rastro espeso de espuma que tardaba en ser borrado. Iban con prisa y no parecían tener intención de detenerse en un pequeño pueblo costero.

-¿Unas últimas palabras para nuestro mecenas?-sentenció Satara en un tono sarcástico.

-¿Y qué vamos a hacer ahora? –preguntó Sabino llevado por la tensión del momento.

-Esperar a que la tormenta amaine y confiar en que este pueblucho pase desapercibido. Al menos hasta que podamos reencontrarnos con la tripulación y largarnos de aquí- respondió Halim.

-Aunque mantengamos este campamento deberíamos buscar un lugar para refugiarnos que tuviera más escapatorias, el mar ya no es una salida en el caso de que lleguen tropas hasta aquí- planteó Satara.

-Estoy de acuerdo, si vamos a esperar, tomemos todas las cautelas- Añadió Mario.

Halim y Satara se encargaron de buscar un nuevo refugio, a las afueras del pueblo y alejado del campamento, pero lo suficientemente cerca como para vigilar cualquier movimiento. Atravesaron un camino que estaba desierto y llegaron  a una pequeña arboleda donde podían colgarse las hamacas. Decidieron que se establecerían allí. A la vuelta, antes de atravesar el camino la veloz estela de un jinete se les cruzó, dejando una nube de polvo tras de sí. La estela se detuvo a la entrada del pueblo. 

Satara y Halim intercambiaron una mirada y luego asintieron. Avanzaron hacia el pueblo. Satara procuró cubrir sus brazos y sus manos con algunos trapos que tenía en las alforjas. Cuando llegaron al pueblo, el jinete estaba de pie, gritando en voz alta, mientras cada vez más familias se congregaban en torno a él. En el rostro de los habitantes del pueblo había una mezcla de miedo y rabia, que se incrementaban a medida que el forastero daba su mensaje.

-¿Comprendes lo que está diciendo?- preguntó Satara a Halim al ser incapaz de comprender el idioma en el que hablaba el jinete.

Halim asintió y espero a que el orador hiciese una pausa.

-Viene a avisar de que ha comenzado el reclutamiento- dijo brevemente para poder seguir escuchando.

Cuando el jinete acabó de hablar en morruk, la lengua originaria de la región y que hoy compartía espacio con la que el Imperio había propagado, dio paso al mensaje en esta última. Ahora Satara pudo entender sin dificultad alguna.

-Siervos del magnánimo monarca Abdul III, vuestros hogares y vuestras familias están en peligro. A pesar de la buena voluntad de nuestro monarca por preservar la paz y la prosperidad en la zona, los deseos expansionistas y ruines del Imperio han provocado una agresión obra de oscuras y crueles fuerzas-Hizo una pausa y dio un sorbo a su petaca antes de continuar hablando-. Siervos de Morruk, nos enfrentamos a auténticos diablos que pisotean sus propias escrituras, ningún hombre de dios desataría jamás la guerra contra un pueblo creyente como el nuestro, con un monarca que es una eminencia en el mundo conocido, un representante de la divinidad caminando sobre esta tierra. ¡Por eso, en nombre de Abdul, en nombre del mismísimo y verdadero Luminarië, creador de todo lo bueno de este mundo, os llamo a defender las tierras en las que vuestro monarca tan amablemente os ha dejado asentaros y vivir en paz y prosperidad! En dos días –agitó un pergamino que llevaba en la mano- por orden del rey, serán reclutados todos varones mayores de 16 años para participar en esta gloriosa y santa causa. Así como también recogeremos la mitad de los víveres de los almacenes para garantizar que nuestro glorioso ejército tendrá la fuerza para derrotar al Imperio.

El discurso abrió paso a un silencio sepulcral. Una joven mulata con el pelo del color de una bellota y ondulado como la mar empezó a gritar en marruk al jinete. El que parecía su marido le pegó un bofetón que resonó en los alrededores. La joven, a pesar de ser menuda, se revolvía entre los brazos del hombre intentando gritar. Le mordió la mano y volvió a gritar improperios en su lengua al jinete, que estaba subiendo al caballo después de observar el incidente. Se dio la vuelta y comenzó a hablar hacia la pareja. El hombre, que debía sacarle casi diez años a la joven, la abofeteó de nuevo y la contuvo. Finalmente el jinete se acercó, dijo algo inaudible para Halim y Satara, y volvió a su caballo para emprender la marcha de la misma forma de la que llego, como una estela en el camino.

Satara observó cómo el hombre, corpulento y con la cabeza afeitada, se la llevaba arrastrando de los pelos. Se fijó en los puños de las mujeres, de muchos hombres también, apretados, antes de regresar a sus casas con la cabeza gacha.

martes, 25 de junio de 2013

Capítulo VIII: Se desata la tormenta


A pesar de venir con un dinero extra que supondría una alegría para la tripulación, bajo la capucha el rostro de Shakes no asomaba ni mucho menos complaciente. Cuando entró a la tienda, le dijo a los hombres que le acompañaban que descansaran. Estos abandonaron la estancia, dejándolo a solas con Barbablanca.

Fue franco, aunque la mercancía se había vendido con éxito colocando pequeñas cantidades en distintos mercados para no llamar la atención, dudaba de la capacidad operativa de sus naves para volver a conseguir mercancía. En el tiempo que había estado fuera, los rumores de las poblaciones limítrofes a la costa eran unánimes, algo se cocía dentro de la fortaleza de La Vigía. Los rumores variaban en cuanto al número de embarcaciones, pero lo que estaba claro era que estaban reforzando la seguridad en el peñón amenazando con saturar sus muelles.

-Si volvemos a atacar tan cerca de El Estrecho, podéis darnos por muertos, y bien sabes, Barbablanca, que no es esa mi intención en absoluto. No he sobrevivido durante tanto tiempo para ahora suicidarme- argumentó Shakes.

-¿Y quién ha dicho que tenemos que atacar tan cerca de esa zona? –espetó Barbablanca.

-Nuestro querido benefactor, ¿no recuerdas?

-¿Y por qué habría de enterarse? Lo único que le interesa a ese ricachón es eliminar a la competencia sin tener que preocuparse de que su cómodo sillón esté en peligro. Mientras no amenacemos eso, todo irá como la seda. A quien buscan cazar esos barcos es a nosotros, sólo tenemos que ser más rápidos y listos que ellos. 

Así pues decidieron que atacarían en territorio que no estuviese controlado por la flota del Imperio. Acordaron que lo más indicado era mantener el campamento en zona neutral para evitar que se pudiesen relacionar los ataques con su mecenas. Desmontar el campamento y levantar otro podía además ser nocivo para la moral de la tripulación, que ya había hecho un gran esfuerzo construyéndolo. Hechas estas reflexiones Barbablanca habló con los capitanes de las diferentes embarcaciones y luego lo comunicó al conjunto de la tripulación. Sólo quedaba hacer los preparativos.

En un par de días estaba todo empacado y listo en las embarcaciones. Sólo un pequeño grupo de cinco marineros se iban a quedar en tierra, el resto, se enrolaría en su respectiva nave para tenerlas completamente operativas. Entre los que se quedarían en tierra se encontraba Satara, un par de corpulentos marineros de la tripulación de El Toro con los que no había hablado mucho, y dos de la de Ahmed de piel bronceada y ojos rasgados con los que eventualmente había charlado.

Al mando quedó Mario, el más alto de los hombres que había dejado El Toro. Tenía la cabeza afeitada y la piel surcada por pequeñas heridas y cicatrices, algunas camufladas entre las incipientes arrugas que comenzaban a extenderse por su recio rostro. En el campamento quedaron muy pocas provisiones así que Satara se encargó de cazar algunos animales mientras los hombres de Ahmed se acercaban al pueblo para comprar leche, pan y algo de vino. 

Los días siguientes a la partida de los barcos fueron tranquilos. Satara podía permitirse mientras cazaba algunos animales hacer acopio de adormidera para mitigar el dolor. Con lo que había recolectado previamente tendría para varias semanas. Aprovechó también para construir un rudimentario maniquí con el que poder mantener fresca su técnica. Aunque podía utilizar cualquier tipo de arma la cimitarra no era con la que se encontraba más cómodo así que aún debía acostumbrarse a su curvatura y a su peso hasta que tuviese la oportunidad de encontrar un arma a su medida.

Al final del día los guardianes del campamento se reunían alrededor de una botella de ron, y encendiendo una pequeña hoguera contaban anécdotas de su vida. Firas, uno de los marinos de Ahmed, siempre solía empezar con alguna historia y luego incitaba a los demás a contar las suyas. Halim por su parte esperaba reservado escuchando. Siempre retrasaba su intervención al final, buscando que la conversación se alargara lo suficiente como para no tener que hablar. El compañero de embarcación de Mario, Sabino, que por su juventud y su físico vigoroso había tenido éxito entre las mujeres  del pueblo, se jactaba de sus aventuras en las diferentes ciudades y pueblos donde su barco había fondeado.

A finales de semana, Firas señaló que no había visto durante el día embarcaciones pasar junto a la costa durante los últimos dos días. Mario estaba inquieto, e hizo alusión a que Barbablanca tardaba demasiado en volver con el botín. Halim, que solía esperar a que el ron le desatase la lengua, trató de tranquilizar los ánimos explicando que probablemente estarían buscando una presa más asequible, porque el Imperio habría reforzado la seguridad de sus navíos. Mario y Firas se tranquilizaron mientras Satara permanecía en silencio y sin gesticular.

Tratando de reorientar la conversación Firas preguntó a Satara: -Oye, no he podido evitar mirar tus manos y alguna de las manchas de tus brazos, ¿es grave?

Satara se tensó por un momento antes de responder.

-No te preocupes no es contagioso. De momento podéis seguir contando conmigo para vigilar esto.

-Nunca había visto este tipo de síntomas para una enfermedad, aunque tampoco es que sea un experto, ¿Sabes de que se trata? 

-Un curandero me dijo que existía la posibilidad que se extendiese por la piel, cuando acudí a él apenas estaba en las yemas de los dedos. También me aseguró que no debería incapacitarme así que no hay nada por lo que temer.

-¿Por eso eras prisionero antes de que te liberáramos?

-No, esto- dijo haciendo un gesto con su mano- no fue. Me capturaron porque era problemático para ellos. Pero sería una historia para varias noches, y tengo ganas de escuchar a alguno de los presentes. ¿Cuánto tiempo lleváis junto a El Toro? –preguntó refiriéndose a Mario y Sabino.

Siguieron conversando durante una parte importante de la noche hasta que agotaron la botella de ron. Todos se acostaron excepto Satara, que permaneció de guardia hasta que las primeras luces se reflejaron en el mar, trayendo consigo una brisa fresca mientras que las nubes se volvían grises y por el momento sólo amenazaban con descargar agua. Despertó a Mario y se fue a dormir, aunque el reposo no duró demasiado.

A media mañana la voz de Mario avisando al resto de marineros lo despertó. Cuando se incorporó lo vio señalar al mar. La imagen de unas aguas mansas había sido borrada y estaba ocupada por decenas de embarcaciones que viajaban hacia el sur. En sus banderas, ondeaba el sol de Luminarië, era la Flota Imperial.

domingo, 27 de enero de 2013

Capítulo VII: El ojo del huracán




En un principio las naves que habían aparecido en el horizonte avanzaron normalmente hacia la batalla que ya estaba dando sus últimos coletazos. Cesar y Tito tiraban por la borda a algunos hombres y acuchillaban a los que se encaraban. Sus rostros estaban rojos de furia, y cuando acuchillaban a algún enemigo procuraban no mirarle a los ojos. Aún así, su entrenamiento militar hacia que sus movimientos fuesen marciales y sus cortes técnicos y precisos. Shakes bajó rápidamente y habló con Barbablanca, luego reunió algunos hombres que estaban en retaguardia ya sin rival al que enfrentarse, y atravesaron la pasarela volviendo a su barco. 

Al poco tiempo aparecieron con velamen de repuesto, que una vez terminada la batalla comenzaron a colocar. Mientras lo hacían, los barcos se divisaron con mayor nitidez y esto acaparó la atención de la tripulación. En ese momento comenzaron a virar y a dar la vuelta, probablemente asustados por la escena que minutos antes se había dado y cuyos resultados no se podían ocultar.  Satara levantó la vista y divisó su odiado símbolo en las velas.

-Son embarcaciones del Imperio, darán la voz de alarma si no acabamos con ellas.

Los tripulantes se miraron y por un momento dejaron de atender a sus tareas. Shakes hizo la pregunta que todo el mundo tenía en su cabeza.

-Capitán, ¿vamos a seguirlos?

-No tenemos capacidad, si lo hiciéramos entraríamos en aguas con patrullas y después de acabar con ellos nos encontraríamos con más naves que tendríamos que exterminar. Debemos salir de aquí cuanto antes para evitar que nos sigan.

Shakes hizo señas a las otras tripulaciones para que no emprendiesen la persecución y estas se colocaron en posición defensiva hasta que el barco con las mercancías estuvo listo para navegar.

La mitad de la tripulación de Barbablanca se quedó en la cubierta del navío conquistado, con Shakes al mando. Lentamente comenzaron a virar mientras los barcos del Imperio se alejaban a toda velocidad. Desde lo alto de uno de los mástiles Satara observaba con un catalejo el horizonte en busca de alguna novedad. Afortunadamente consiguieron llegar con el barco a su campamento sin que ninguna embarcación más se divisase, había estado cerca. 

Una vez allí abrieron las bodegas de la carraca, descubriendo grandes cajas que se amontonaban. En su interior un enorme cargamento de ropas lujosas, mantas y en menor medida algunas pieles para el invierno. También había unos cuantos barriles de vino y un par de cajas más pequeñas de vajillas lujosas con exóticos dibujos grabados en los platos de plata y en las ornamentadas copas. Una vez examinado el cargamento volvieron a colocar todo dentro de las cajas excepto la ropa de abrigo que la usaron para abastecer el campamento. Vararon el barco junto al campamento con gran esfuerzo, las tripulaciones de las embarcaciones más grandes, las de Barbablanca y El Toro comenzaron a tirar para ser relevadas por las de las tres embarcaciones restantes. Mientras tiraban, entre bocanada de aire y bocanada de aire los marineros maldecían por el duro día de trabajo. Una vez la embarcación estuvo encallada en la orilla, junto al campamento, Barbablanca ordenó sacar el cargamento y separar algunas cajas con ropas para la tripulación y otra para los habitantes del pueblo, un pequeño presente con el que se asegurarían la simpatía de los villanos. Después comenzaron las arduas labores de desmantelamiento de la carraca, cuya madera, resistente al agua y buen estado, podía ayudar a mejorar las chozas del campamento. No obstante cuando sacaron los primeros mástiles la luz del sol ya comenzaba a escasear.

Al calor de las hogueras, los marineros reposaron después del arduo día, y rápidamente todos excepto aquellos encargados de las guardias, durmieron. También entre los guardianes hizo estragos el cansancio, que actuó como una soporífera droga. Sin embargo, Satara no podía dormir. Un agudo dolor se extendía por su antebrazo izquierdo.

Abandonó su tienda y fue a refugiarse en una encina solitaria y algo alejada. Descubrió su antebrazo, la mancha que había teñido sus manos de un color negro como el carbón. Esas pequeñas y casi imperceptibles escamas comenzaban a brotar como pequeños puntos aislados cerca de las muñecas. El proceso seguía avanzando y Satara no sabía cuánto tardaría en llegar a su fin. Había hallado algo en aquel libro cuando visitó al Refugio, pero ni siquiera los libros antiguos eran específicos en plazos, también hablaba de sujetos que no lo habían superado.

Con el dolor constante no estuvo mucho tiempo allí sentado, A una prudencial distancia de la orilla, un poco antes de donde los árboles comenzaban a echar sus raíces, se detuvo a examinar las plantas. Podía distinguirlas perfectamente, algunas amapolas, y allí, en el lugar indicado, unas cuantas adormideras, que crecían con sus tallos finos y alargados. Cogió unas cuantas y las guardó en una bolsita. Machacó la flor de una de ellas con la empuñadura de un cuchillo que había conseguido de uno de los cadáveres de la refriega y después se acercó a los suministros. Uno de los piratas que estaba de guardia, medio dormido, levantó un párpado y luego se recompuso rápidamente tratando de aparentar que estaba en plenas facultades. Al ver que Satara agarró una botella de licor y se marchó no tardo en volver a buscar de forma instintiva una postura cómoda en la que volver a cerrar sus párpados.

Volvió a los grupos de tiendas de su tripulación y dio un trago a la botella de ron que había sustraído. Tragó, ayudándose del licor, la adormidera que había machacado y finalmente el sueño y el cansancio vencieron al dolor.

Para Cesar y Tito, aunque fueron de los primeros que cerraron sus ojos, la noche fue larga, ambos se daban la vuelta hacia el otro lado de la hamaca cada poco tiempo. Shakes sin embargo se durmió pronto, aferrado a la característica moneda que le gustaba lanzar al aire. Barbablanca revisó las mercancías otra vez antes de irse a descansar y cuando llegó a su hamaca se durmió profundamente, sabía que necesitaría aquellas horas de sueño.

Los siguientes días los dedicaron a desmontar la carraca y asentar el campamento. Además Shakes y unos cuantos hombres más, dejaron el campamento con un carromato que previamente habían comprado en el pueblo. El carro estaba lleno de los enseres que habían saqueado y no necesitaban. Si les daban salida tendrían unos cuantos maravedíes para mejorar el campamento. Añadidos a la recompensa que podrían obtener por el boicot a los barcos de la Flavio Timur, también en maravedíes, podían hacer una auténtica fortuna. Además, contaban con la ventaja de que los maravedíes podían gastarse en todo el norte del continente, y pasando El Estrecho también. Los maravedíes habían tenido su origen en el Imperio y extender la moneda era una forma más de tener cierto control sobre unas regiones que no estaban adheridas a sus dominios. Ocurría lo mismo con la lengua, la extensión de los templos de Luminarië, que difundía la ideología religiosa y “civilizadora” bajo una única lengua, provocaba que fuese cada vez más utilizada. Añadido a esto, también se encontraba el factor de que el idioma oficial del Imperio era también lenguaje de los negocios. Incluso en un pequeño pueblo como el que estaba al lado del campamento, comprendían el idioma y podían hablarlo con cierta soltura aunque con un marcado acento morruk.

Los barcos apenas se movieron durante esos días para realizar nuevos asaltos. Sólo Smith y Castelar salieron a la mar para comprobar el tráfico de barcos. Las embarcaciones del Imperio habían reforzado la seguridad, probablemente bajo órdenes de Flavio. En el próximo asalto no lo tendrían tan fácil, por eso Barbablanca, mientras Shakes y algunos hombres más colocaban las mercancías en el mercado, quería esperar a ver si las defensas volvían a relajarse.

Durante estos días los dolores en el antebrazo de Satara se calmaron y este pudo reservar más adormidera para cuando la necesitaba, porque sabía que tarde o temprano esos dolores volverían, probablemente más agudos.

Aproximadamente un mes después, con un campamento que ya parecía un pequeño poblado, volvieron Shakes y los marineros con unos saquillos llenos de maravedíes y nuevas noticias que contar. Barbablanca los llamó a su tienda ansioso de conocer las novedades.

viernes, 4 de enero de 2013

Capítulo VI: Al abordaje (Parte 3)


Barbablanca se reunió primero con los capitanes y oficiales para analizar la situación. Según las informaciones que le habían proporcionado Smith y Castelar, la ruta comercial era transitada, raro era el día en el que no apareciese ningún convoy, de los cuales una parte importante, un tercio durante el tiempo que estuvieron observando, pertenecían a La Compañía. El resto eran también mayoritariamente embarcaciones procedentes del Imperio, por lo que no era descartable que si se hallaban en condiciones de combatir cuando se produjese el asalto, acudiesen en ayuda de los navíos de la compañía. Según el relato de los capitanes la nave principal que era una gran carraca, en una ocasión habían visto incluso un galeón. Ambas presumiblemente con una enorme bodega, iba escoltada en algunas ocasiones por veloces y maniobrables carabelas repletas con arpones, cuya más que segura función se limitaba a la vigilancia.

Shakes por su parte había investigado las principales ciudades de El Estrecho. Como se temía, a este lado no había ninguna parada. El rango de influencia de La Compañía llegaba hasta tal punto que sus mercancías descansaban bajo la atenta mirada de La Vigía, una temible fortaleza que hacía las veces de puesto avanzado de El Imperio y desde cuya cima se dominaba todo El Estrecho. Para proteger este enclave estratégico contaban además con varios galeones, además de naves más pequeñas para proteger su posición. Es decir, si querían salir ilesos, debían ser rápidos y precisos en el abordaje.

-Necesitamos todos nuestros barcos para esta operación-sentenció Barbablanca pronunciándose finalmente- Dejaremos en el campamento lo justo y necesario para asegurarnos de que tendremos un sitio al que volver después de la operación. Las carabelas hay que destruirlas de forma inmediata. Smith y Castelar se encargarán de cerrarles el paso, si alguna embarcación da la voz de alarma podríamos tener un problema -hizo una breve pausa-. Tenemos a nuestro favor la velocidad, aunque sean carabelas imperiales dudo que puedan superarnos en maniobrabilidad. Mientras tanto, El Toro se dedicará a lo suyo con una de sus carabelas –en ese instante asintió y luego crujió sus nudillos- Ahmed, la otra carabela es tuya, que sólo queden cenizas- miró a Ahmed, un hombre menudo, moreno y de pelo ondulado que rozaba sus hombros- Por último, yo y mi tripulación nos encargaremos de la carraca o galeón hasta que podamos recibir ayuda.

-¿Y que vamos a hacer con esa embarcación? –preguntó el Toro.

-Si tenemos tiempo, nos la llevaremos, si no, no nos quedará más remedio que hundirla.

-¿Y con la tripulación? –añadió Shakes.

Barbablanca negó con la cabeza antes de contestar.

-Vamos con el tiempo justo, o por la borda o a cuchillo.

Ultimaron los detalles de la partida y reunieron a las tripulaciones en el centro del campamento, donde Barbablanca tomó la palabra y explicó a los marineros la operación. Después cada capitán de barco, escogió a dos de sus hombres para que vigilaran el campamento. Diez en total se encargarían de tener todo listo para su regreso. 

Pasaron dos días antes de que salieran del campamento, tiempo que Satara utilizó para buscar un arma en la bodega del barco. Paso un largo rato tomando entre sus manos las distintas armas, bracamantes, dagas, espadas largas y cortas, y alguna cimitarra. Ninguna le convenció, pero finalmente se decidió por la cimitarra. Cogió los dos ejemplares que estaban en mejor estado. Rebuscando encontró un cinto al que atarlas y ya no se separó de ellas. Primero las afiló y luego fue a practicar un poco. Cuando se dio cuenta ya casi era la hora de partir.

Salieron en formación, ahora El Toro la abría y Barbablanca la cerraba. Antes de que el sol llegase a su punto más álgido ya estaban llegando a su lugar. Se divisaron tres embarcaciones, tal y cómo Smith y Castelar habían dicho. Shakes miró desde lo alto del mástil con el catalejo. Allí estaba, el característico símbolo de Luminarië, una enorme carraca y sus dos carabelas que la seguían de cerca, una delante y otra detrás.



Cambiaron la formación, Smith y Castelar avanzaban ya con todas las velas desplegadas y se acercaban velozmente a las embarcaciones. A no más de cincuenta metros de la popa le seguían de cerca las tres barcos restantes. Cuando ya estaban a unos ciento cincuenta metros, Ahmed y sus hombres viraron a la derecha en dirección a la costa, flanqueando a los navíos de La Compañía. A la cabeza Smith y Castelar desplegaron los remos para atravesar velozmente los tres barcos y situarse a la cabeza. El Toro también desplegó a sus remeros trazando una curva más amplia hacia la izquierda, como si estuviese cogiendo carrerilla. Por su parte, Barbablanca no había desplegado a los remeros, es más, en la cubierta esperaban casi todos los hombres y unos cuantos arpones dispuestos a disparar los ganchos que los anclarían a la carraca.

Ahmed inició la contienda atacando a la carabela de retaguardia, que a toda prisa había ocupado a sus hombres en los arpones para defenderse. Se dio la peculiaridad de que fueron los defensores los que atacaron primero, atravesando mortalmente a dos hombres e hiriendo a otros dos, y dejando por el camino algunos desperfectos en la cubierta. Pero el contraataque fue devastador. La tripulación de Ahmed había pasado más tiempo preparando su ataque, y las puntas de las flechas de sus arpones estaban embadurnadas en brea. Incluso detrás de la borda, a medio camino del mástil más grande, tenían dos pequeñas catapultas, con varias botellas, rellenas de brea. Lanzaron las botellas, que dejaron el suelo de cubierta enegrecido e inmediatamente se dispararon los arpones con las flechas incendiadas, que no se centraron en ningún objetivo humano, el fuego ya daría buena cuenta de ellos. Apuntaron a las velas para evitar que pudiese maniobrar y moverse. El resto fueron a parar mayoritariamente a los sitios mojados por la brea. 
En la tripulación enemiga cundió el caos, algunos corrieron desde sus puestos en busca de agua para evitar que el barco saliese ardiendo. Otros pocos se mantuvieron en sus puestos disparando los arpones, que hirieron a alguno de los hombres de Ahmed.

Mientras tanto las embarcaciones de Smith y Castelar se habían colocado en cabeza, tratando de evadir las andanadas de flechas y virotes que lanzaban desde los arpones y ballestas. Algunas fueron respondidas, pero una gran parte de la tripulación estaba destinada a las maniobras de contención. Gracias a estas maniobras la carabela no pudo advertir hasta que fue demasiado tarde que una embarcación se le echaba encima. Eran los hombres de El Toro. En cubierta sólo estaban el capitán, el timonel y algunos piratas para manejar las velas, los arpones estaban vacíos. Todos estaban en los remos y la que unos minutos antes podía parecer una embarcación pesada y lenta ahora podía medirse en velocidad con las ligeras carabelas, incluso con los barcos de Smith y Castelar. El mascarón de proa, de acero, acabado en punta, y con el rostro de un Toro con dos grandes cuernos grabado, avanzaba inexorable  hacia el casco de la carabela. El acero del mascarón chocó, abriendo una  enorme brecha en el casco a tal velocidad que partió la embarcación en dos mientras se escuchaban las voces desconcertadas y desgarradas de los tripulantes.

Cuando una de las carabelas era embestida y la otra comenzaba a arder los hombres de Barbablanca ya se habían enganchado a la carraca y habían colocado una pasarela. El galeón de Barbablanca había echado el ancla varando también a su enemigo, que esperaba ya armado en su borda. Satara, sopesó sus cimitarras a la espera de la orden de abordaje del capitán, que no tardó en ser dada. En tropel, atravesaron su pasarela y se desató una dura refriega en la que Barbablanca participó activamente. Satara entabló combate cerca de uno de los mástiles. Su enemigo llevaba una espada larga, bastante más afilada y en mejor estado que las armas que había visto en la bodega de Barbablanca. Sin embargo no fue muy difícil acabar con él. Con una de las cimitarras Satara mantuvo ocupada su espada, mientras se iba acercando más y más, hasta que estuvo casi cara a cara, dejó entonces que se confiase y avanzase en una estocada, y entonces, atravesó el estómago de su enemigo con la cimitarra de la mano izquierda. Se desembarazó rápido del cuerpo para detener el ataque enfurecido de otro de los marinos que se dirigía hacia él empuñando un bracamante. Se giró y le puso la zancadilla, cuando cayó fue fácil apuñalarlo. Entretanto Shakes observaba y disparaba con precisión con la ballesta en retaguardia, avanzaba tratando de pasar desapercibido hasta que al fin llegó a uno de los mástiles. Subió a lo alto, y desde arriba rajó las velas. Aún en el fragor del combate Satara se dio cuenta cuando la vela mayor, que portaba el símbolo de Luminarië, se deshizo. No pudo evitar sonreir. Así hizo Shakes con todas las velas, pero antes de lanzarse con la última, su rostro se mostró preocupado, a lo lejos se divisaban dos embarcaciones.