martes, 9 de julio de 2013

Capítulo X: Levas

Volvieron para avisar a sus compañeros de las novedades y decidieron que lo mejor sería acampar en la arboleda hasta que los hombres de Abdul hubiesen acabado el reclutamiento. Durante la tarde, Satara se aventuró hasta las afueras del pueblo, que permanecía silencioso, sin apenas movimiento. Cuando los habitantes se cruzaban entre ellos sólo parecían intercambiar una mirada sin hablar. Sólo se veían algunas mujeres que iban a por agua a la fuente o cargaban sacos. Los hombres eran aún menos frecuentes, excepto alguno cargando un saco, probablemente estarían organizando la pesca. El Sol se puso y Satara permaneció un rato más observando. Se preguntaba dónde estaría aquella joven, no la había visto ir a la fuente ni aparecer paseando, aunque tal y como lucía el pueblo, probablemente no todo el mundo habría salido de su casa. A muchos les quedaba poco tiempo en aquel poblado, apenas un día.

A la vuelta Halim y Mario hablaban en voz baja para no despertar a Sabino y Firas, que ya estaban durmiendo. Hicieron un gesto a Satara para que los acompañara.

-¿Entonces Abdul también se proclama representante de Luminarië? ¿Por qué una guerra entonces?-preguntó Mario.

-No lo sé, supongo que el dinero es más poderoso que la religión, recuerda cual era nuestro trabajo, no debían llevarse muy bien entre ellos, se hacían la competencia-dijo Halim.

-¿Cómo ha ido? ¿Alguna novedad?- preguntó Mario al recién llegado.

-El pueblo es un cementerio, veremos que ocurre en un par de días-comentó Satara uniéndose a la conversación. Aunque lo que más me preocupa es que el verdadero peligro venga aquí, el ejército de Luminarië. A esos pobres diablos que van a ser reclutados, los van a mandar al matadero y lo saben, pude verlo en sus caras. En cuanto a Abdul, si no me falla la memoria es, o era, uno de los obispos que rodean al “Gran” –hizo énfasis en esta palabra, con desprecio- Padre. La mayoría tienen una mente estrecha, lo único que saben hacer bien es adular para trepar bien alto en la jerarquía. Por lo demás, que lo hayan colocado al frente de este reino tal vez haya aumentado fatalmente sus delirios de grandeza hasta el punto que hayan acabado con la escasa paciencia del “Gran” Padre. O tal vez simplemente lo ha usado como cabeza de turco para asegurar completamente su influencia sobre la zona. A esta guerra no le falta “santidad”-finalizó con ironía.

-La cuestión es cómo nosotros vamos a salir indemnes de esta guerra, qué vamos a hacer si Barbablanca y el resto no aparecen. Todos hemos visto la flota que marcha hacia el sur, ni siquiera sabemos si van a mandar más barcos –planteó Mario.

-De momento no podemos hacer nada más, no sabemos cómo están los caminos- dijo Halim.
Poco a poco el silencio fue apoderándose de los presentes hasta que la conversación se apagó. Satara permaneció en su sitio de guardia, con la mirada puesta en el poblado. Durante un rato se levantó, y caminó con las manos cruzadas a la espalda, pensativo. Así permaneció hasta que volvieron de nuevo los dolores y tuvo que tomar un poco de adormidera para mitigarlo levemente, ya que si tomaba demasiada no podría mantenerse despierto durante la noche. Con los primeros rayos de sol fue relevado, y descansó hasta la tarde. Tomó una hogaza de pan que había en el campamento y recogió algunas frutas. Luego se acercó al pueblo, observando desde la distancia.

A diferencia del día anterior, el pueblo bullía de actividad, hombres y mujeres caminaban de aquí para allá, cargados con sacos y llevándolos a lo que parecía ser un almacén. Lo que no cambiaban eran sus rostros, los mismos que cuando había venido el jinete al pueblo, una mezcla entre rabia y temor. Aunque por el momento- pensó Satara- es el miedo el que prevalece.

De repente de entre toda la actividad pudo distinguir a la joven que se había enfrentado al mensajero. Tenía un ojo morado y la mejilla todavía estaba sonrojada. De cerca la seguía el hombre que se la había llevado arrastrando de los pelos, cargando un saco. La mujer dirigió su mirada hacia las afueras del pueblo, como si buscara evadirse, y al hacerlo, vislumbró a la persona que la estaba observando desde la lejanía. Miró durante unos segundos, y luego rápidamente retiró la mirada y siguió caminando hacia el almacén. Durante toda la tarde hicieron lo mismo una y otra vez, y sin embargo, Satara permaneció allí observando. Cuando volvió a la arboleda ya sólo quedaban Firas y Sabino despiertos, que animados contaban anécdotas. Satara se sentó para cenar algo, y le pidió a Firas que se encargase de la guardia de la noche. Intrigado, le preguntó la razón.

-Quiero ver qué ocurre con el reclutamiento mañana en el pueblo

Firas accedió y Sabino, interesado, preguntó que si podía acompañarle. Satara no puso ningún impedimento siempre y cuando no llamase la atención.

Con los albores del día, Sabino y Satara avanzaron  y se subieron a un par de árboles, más lejos que desde dónde había observado Satara el día anterior. Cuando lleguen los hombres de Abdul para llevarse a los campesinos y pescadores nos acercaremos con precaución-indicó Satara.
Tuvieron que esperar casi a que el sol llegase a su cenit para que aparecieran los hombres del monarca. A la cabeza, un jinete cuya armadura desprendía un fulgor plateado. Tras de sí una escolta de unos veinticinco hombres, que marchaban disciplinados. Y detrás, en hilera, dos centenares de hombres que marchaban con diferentes armas y desordenados. Al final de la marcha, algunos de estos hombres, llevaban unos cuantos carros llenos a todas luces de suministros.

Los aldeanos salieron progresivamente de sus casas mientras Sabino y Satara bajaban del árbol y avanzaban arrastrándose sigilosamente para tener una vista más privilegiada del acontecimiento. Los hombres se despidieron de sus mujeres y sus niños. Fueron agrupándose en torno al noble y este les ordenó que fueran pasando hacia atrás para incorporarse a su columna. Dio la orden a cinco de los guardias para que registrasen las casas en busca de algún rezagado que hubiese tratado de evitar el reclutamiento.
De repente, un grupo de aldeanos, entre quince y veinte, trató de abalanzarse con el monarca. A la cabeza estaba la joven del moratón, que portaba una espada, al igual que todos los aldeanos que iban en primera línea. Lanzó un grito de guerra en morruk y todos cargaron. El rostro del que probablemente era su marido, que caminaba hacia el final de la columna, se descompuso.

No obstante, a pesar del coraje de los aldeanos, fueron rápidamente reducidos por los experimentados guardias de la cabecera, resultando una pareja muerta en el combate y diez habitantes heridos.
Mientras la refriega se había estado librando, Satara se había puesto en pie y había avanzado sigilosamente hacia la cabeza del pequeño ejército. Algunos campesinos lo habían visto, pero inexperimentados, no hicieron nada excepto guardar silencio. No desenvainó sus cimitarras hasta estar lo suficientemente cerca de los dos guardias que se habían quedado  escoltando al noble. En apenas un par de segundos desenvainó y con ambas espadas decapitó al primer guardia. El segundo lo eliminó realizando un preciso corte en la yugular de la víctima. Ahora, los campesinos de la leva comenzaron a rodear  a Satara, algunos de ellos temblorosos. El noble se giró desconcertado.

-No sé qué lo que les da a sus hombres pero hay alguno que ha perdido la cabeza por usted-se adelantó Satara antes de que el noble saliese de su asombro.

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