martes, 14 de julio de 2009

Día 4: El sendero de la cerveza

Amaneció con multitud apiñada tras un mostrador de madera, en lento orden, en caótica formación si es que aquella dispersión conglomerada podía llamarse de tal manera. Y la espera fue pesada como una gota asiática que constantemente, cada segundo, golpea, recordando el paso del tiempo, con la única compañía del eco proyectado. De una sala se pasa a otra de mayor tamaño, en la que un mayor número de individuos expectantes esperan para ser llamados. Sin embargo, para todos no acaba ahí, es necesario volver al colapsado mostrador en el que gota a gota, se abre paso un pequeño riachuelo que ya Heráclito, y posiblemente muchos antes de él, divisaba. Luego del mostrador, termina el trámite, hasta el próximo.

Dentro de la sala en la que se cultiva la lengua del Támesis, todos guardan y riegan una semilla, un embrión extranjero y propio, al que le dan vida con palabras, en el que comienzan ya a florecer los primeros vestigios de movilidad y crecimiento. Se habla, se discute, se ríe, se trata de comprobar la veracidad de aquellas generalidades astrológicas, en la que participa el fuego, la tierra, el aire y el agua hasta el punto en el que parece que la época de los alquimistas ha irrumpido en la sala. Aquella descripción, de dramática creatividad, la misma que dio paso a aquella llama forjada en la mente, en el corazón, en el papel, y en uno mismo provoca una irreprimible sonrisa, que si bien es carente de estimación por la disciplina, es también de ávida curiosidad por el parcial acierto. Probablemente es sólo interpretable desde pistas y experiencias similares, aún así no le arrebata el mérito de haber arrancado unas líneas de estas manos.

Después de cultivar la lengua, es hora de transitar su contexto, en consecuencia es el tiempo de que el carro de roja piel y metálica estructura parta hacia Hyde Park, lugar tan visible en el que con facilidad puede uno perderse en su verdor, escondiendo su existencia de las infinitas cámaras vigilantes y opresoras de la urbe, al menos, en apariencia. Caminando, se puede vislumbrar ese Peter Pan negro, como cubierto de alquitrán, ante el que todos se fotografían, y sin embargo no es más que algo construido de falsa felicidad en el que la ignorancia e inocencia se encumbran, desechando la experiencia y la consecuencia. Después, en los lindes, aquella figura dorada, Albert brillante rodeado de majestuosas figuras, así como los dorados son rodeados por los magnates.

La caminata llega a su fin, después de otros discurrires, con el sabor de una económica cerveza, sin faltar la inevitable discusión sobre el devenir del mundo, del ya centurión conflicto entre apoderados del globo y sus posesiones y desheredados de un futuro. La férrea defensa de tomar el fusil que dispare al mundo un nuevo horizonte, de situarse tras la barricada para buscar un destino forjado contra la voluntad de la fortuna, sin caer en el derrotismo sin combate, o en la aparente neutralidad e indiferencia ante unos y otros que se sitúa en una ficticia e inexistente torre de marfil.

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