miércoles, 8 de julio de 2009

Prisionero número dos

El día número 72 el preso rasgó de nuevo la pared, dio un pequeño brinco con sus ya escasas fuerzas para agarrarse a los barrotes de la ventana, para vislumbrar durante un breve instante el paisaje exterior, cubierto por la nieve, que reflectaba el nublado y gris cielo. Luego se sentó, cerró los ojos con parsimonia, en el rostro demacrado afloró una sonrisa amarga como si se hubiera exprimido el jugo de un limón. Conocía su destino, sabía que ocurriría, pero vivirlo se hacía tan inquietante, tan agonizante, que sólo podía expresarlo con una sonrisa, con el silencio, y a veces con una carcajada que si era oída por los carceleros iba acompañada de algún comentario acerca de su nivel de cordura. Miró su puño izquierdo cerrado y lo alzó estudiándolo como si se tratase de algún famoso cuadro. Era escuálido con arterias que adheridas al hueso, sobresalían y se ocultaban, rebosantes de vida y carentes de ella al mismo tiempo.

Veamos si puedes golpear a la fortuna una vez más- murmuró el prisionero número 2 antes de bajar el brazo y frotar sus manos exhalando en las mismas el humeante y tembloroso aliento. Se puso en pie tras esto, apoyándose en la pared de granito, luego la miró, hizo una leve reverencia, y rasgó las costras de su brazo con la piedra hasta que la sangre manó con parsimonia como el río de lava de un volcán. Colocó el dedo en la vital pintura y extendió la sangre a la frente y el cuello. Una vez hecho esto, corrió gritando hasta los barrotes y dio varios golpes, para luego tirarse a suelo, sin dejar un respiro al silencio que un minuto antes había envuelto la prisión.

El guardia se acercó y abrió la puerta malhumorado, pateando al cuerpo que se removía en el suelo, mas pronto vio como los dos brazos de cadáver tiraban con fuerza de sus piernas hasta hacerlo caer, y acto seguido un puño en la mandíbula, luego el sonido de un disparo, y la noche eterna que dejó paralizada la mirada del mismo. El reo se levantó con prisa, tomando las llaves y ofreciéndoselas al compañero de la celda contigua. No tardó en escucharse la voz de alarma, y el sonido de las celdas abriéndose, posteriores disparos y gritos de dolor. El reguero de cadáveres en los pasillos y escaleras no evitó que los prisioneros acorralaran rápidamente a los guardias, y tras esto decidieran emprender la apresurada huida, la huida a los hostiles campos blancos, enemigo implacable del que los pisan, tanto del explorador experimentado como del novato caminante, o del vagabundo sin rumbo.

Aquel que había iniciado el incidente se encontraba ya fuera, con una herida de bala en el muslo y bañado tanto en sangre propia como ajena. No tardó en ponerse en marcha con el resto de supervivientes, sin apenas poder seguir el ritmo de los mismos, y en su cabeza ya escuchaba el sonido de los camiones, de las balas, de la masacre. Miró la pistola que había arrebatado al guardia, ya sólo quedaban dos disparos para un último reto con la fortuna, para crear una última molestia. Seis horas después yacía sobre la nieve, tornando la nieve de su alrededor en roja y su cuerpo en blanco. En un último esfuerzo apuntó a las grises alturas con el arma, y descargó sobre él sus últimas frustraciones, su último aliento.

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