jueves, 27 de agosto de 2009

El asesino de las balas de oro (I)


La piedra gris se batía contra el viento en la noche oscura, coronando la voluminosa colina en la que se dibujaba la silueta del castillo y sus muros. La lluvia caía solitaria y odiada como los graznidos de un cuervo, silenciosa y favorable para la casi imperceptible figura envuelta en negros ropajes que se desplazaba como un espectro ascendiendo por la colina, evitando el sendero y cobijándose en los rincones más inescrutables para cualquier ojo. Mientras alcanzaba los muros, un frío metal asomó bajo la capa, empuñado por guantes azabache. Hierro de tres garfios y cuerda que no tardó en adherirse al muro para trazar un puente entre el individuo y las alturas de piedra.

Trepó sin dificultad mas no fue posible evitar que uno de los vigilantes atisbara la figura espectral y dudoso, diera un paso al frente para cerciorarse y frotar sus ojos. Lo siguiente que hizo fue abrirlos comprimiendo los párpados hasta su límite y acto seguido tratar de emitir unas palabras, vanas, ya era demasiado tarde. La hoja de un puñal había penetrado de un modo furtivo en la nuez, acabando con el aliento del vigía, que fue sentado junto a la almena, y una vez allí, despojado del metal homicida, manando la sangre hasta teñir sus ropajes y la piedra.

El intruso continuó su sendero, volvió a tomar su gancho y desde la muralla descendió a unos jardines. Desde allí se alcanzaban a ver algunas ventanas en el castillo, de las que aún manaba luz, una luz débil, una luz tenue y arcana. El individuo siguió su camino, su antes imperceptible asentimiento comenzó a mover la capucha con brusquedad, también la capa, que aún mojada hondeaba ahora. Lanzó el gancho de nuevo, acertando en una de las almenas, bajo la cual manaba luz. Su mano izquierda se levantó tras hacerlo, y todos sus dedos también.

Se retiraron, uno a uno, cinco, cuatro, tres, dos, uno, y, finalmente, el meñique también descendió, marcando su señal de ascenso, pronto seguida de una gran explosión que destruyó el silencio de la noche. Los guardias se echaron a las almenas, a las murallas, con desconcierto y confusión, para tratar de atisbar en aquella densa oscuridad lo que había ocurrido fuera de sus murallas. Entretanto él ya había llegado a la ventana, y una vez subido sobre esta, se lanzó al interior, apoyando su mano en la piedra fría y humedeciendo la misma con el agua exterior. A su derecha, a unos metros, había un hombre anciano de barba blanca, hasta hace un momento adormecido, que observaba con impaciencia al extraño, a la izquierda una amplia biblioteca, y al fondo de la sala, una puerta de roble. Asomó una sonrisa en el rostro oculto del asesino, mientras se acercaba con la mano izquierda en alto, y con la diestra alcanzaba un trabuco de extraños ornamentos.

Una decena de minutos más tarde, el cadáver fue encontrado, con una bala de oro incrustada en el cráneo, y una nota que utilizaba los siguientes caracteres:

“Dadinrete al adot arap, alle a esodnéinu, laenarc oseuh le ne adavalcne, anutrof us. Anutrof adidnélpse al noc revádac ed aírogetac al nárdnetbo, otnorp euqrop, sedúata sus y, nóicnuf al arap semufrep sus neraperp euq, Sednarg sol, Soineg sol, Sogam sol ramall necah es euq solleuqa”

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