sábado, 27 de julio de 2013

Capítulo XII: Ruptura



El tono del hombre corpulento ya no era tan agresivo como un par de días atrás. Sus ojos miraban a todos lados, inquietos, y sus dientes rechinaban de vez en cuando.

-Pero qué vamos a hacer ahora mi querida Hafsa, nos matarán, vendrán más, seguro que vendrán más y mejor preparados ¿por qué lo has hecho? Yo sólo quería protegerte

- ¿Arreándome como si fuese un animal? Tienes el valor para dejarme la cara así, pero no para enfrentarte a los que se llevan a medio pueblo para que luego vuelvan lisiados o muertos. Esta guerra no va con nosotros, que se peleen ellos y que sean ellos los que sufran las consecuencias de la guerra ¿O no te acuerdas de lo que ocurrió hace varios años en la anterior guerra? Aniquilamos al reino vecino con la ayuda del Imperio, pero nosotros perdimos.

- Si no obedecemos nos matarán a todos y se acabó la historia. Recemos porque vengan a esta aldea los conquistadores antes que nuestro reino. Pero por mucho que te opongas, nos reclutarán unos u otros, o por el contrario seremos eliminados. Somos una aldea insignificante.

Hubo un instante tenso de silencio seguido con atención por decenas de ojos y oídos que esperaban con incertidumbre un desenlace. El hombre acercó su mano hacia Hafsa y se la cogió.

- Vámonos a casa, recojamos las cosas y huyamos de aquí con la niña- dijo en un tono más bajo tirando de su muñeca.

Hafsa se la apartó bruscamente de un manotazo pillando al hombre corpulento por sorpresa.

-Pero no estamos solos, aquí hay gente de otras aldeas- dijo en voz alta uno de los chicos jóvenes del pueblo que iba a ser reclutado.

- A ti nadie te ha dado vela en este entierro, niño, hablas desde la inexperiencia- contestó alterado el hombre.

-No, a ti no te la ha dado nadie y has irrumpido aquí. Estoy cansada de agachar la cabeza, y aunque sólo sea un poquito hoy la he levantado. Ya no estoy dispuesta a soportar más, escucha bien esto-dijo gesticulando y señalándole con el dedo-. Ya no soy más tu mujercita a la que puedes manejar como una muñeca. Puedes ir largándote del pueblo si te da la gana. Yo y tu hija nos quedamos. Si hace falta nos defenderemos.

El hombre pareció encararse, exasperado por la situación, pero Hafsa a pesar de que estaba alterada se mantuvo firme. Algunos de los aldeanos, que tímidamente habían asentido a lo que decía Hafsa, dieron un paso al frente. El hombre corpulento se vio reducido y visiblemente enfadado abandonó aprisa la multitud.

Todos los presentes habían enmudecido para escucharla y muchos de ellos veían a la mujer y al grupo de aldeanos que se habían alzado con ella como la nueva autoridad. Hafsa dejo al cargo de sus compañeros las tareas del funeral, atención a los heridos y el alojamiento para los habitantes de otros pueblos.

Con algunos de los habitantes del pueblo fue camino hacia su casa para asegurarse de que su marido no se llevaba a la niña. Cuando llegaron a la casa el hombre corpulento estaba a punto de salir. Se quedó sorprendido al ver la comitiva que lo esperaba a la puerta de su casa. Estaba con los bártulos de los que había podido hacer acopio y salió de la casa seguido por la niña morena de cabellos como el ébano.

-Despídete de ella, no voy a consentir que te la lleves- sentenció Hafsa.

-¿Qué pasa mamá?- preguntó la niña desorientada.

-Papa se tiene que ir de la casa, durante un tiempo estaremos tú y yo solitas, ¿vale? – dijo mientras se acercaba y los aldeanos observaban.

-Mentira, me echa de casa, ¡te quiero mi niña!-dijo el hombre con lágrimas en los ojos mientras la abrazaba.

-¿Por qué mamá?- dijo la niña mirándola, con lágrimas en los ojos.

- No ha sido un buen papá, así que se va hasta que aprenda a serlo- respondió Hafsa, que aunque lo hizo con toda la dulzura de la que podía hacer acopio en ese momento, también fue tajante intentando que aquella desagradable situación pasase cuanto antes.

-Pero yo quiero que esté conmigo

-Lo sé, yo también lo habría querido, pero no quedó más remedio- dijo Hafsa, a la que también empezaban a brotarle lágrimas- ¡Ahora vete!- dijo a su marido mientras lo apartaba de la niña.

Frente a la atenta mirada de los habitantes de la villa no se atrevió a hacer nada. Tan sólo cuando se iba, con los ojos llorosos, gritó: - ¡Volveré a por ti, mi niña!

Mientras tanto otro grupo de aldeanos había ido a habilitar un espacio para todos los habitantes de otros pueblos que tenían que pernoctar allí. Se sorprendieron cuando vieron la iglesia vacía. El sacerdote había huido. Cuando estaban pensando donde alojar al resto de aldeanos, uno de los sirvientes del cacique informó de que este había abandonado sus propiedades al enterarse de lo que había sucedido. Algunos de sus criados se habían quedado aquí para proteger sus propiedades. En cuanto el cacique abandonó sus tierras se reunieron y decidieron que nada les ataba a su señor. Una vez hecho esto acudieron al lugar donde había sucedido todo.

Así pues, solucionados los problemas de alojamiento, los aldeanos incineraron al noble y a sus soldados que habían caído. Requisaron las armas de los que aún estaban vivos y los encerraron en los sótanos de la casa del cacique a la espera de decidir su destino. Los cuerpos de los que se habían alzado y perecido en el intento de evitar el reclutamiento fueron lavados y metidos en ataúdes hechos aprisa para la ocasión. A pesar de que no se había organizado previamente grupos de habitantes, de la villa y de otras, velaron los cuerpos durante la noche.

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