sábado, 26 de noviembre de 2011

Capítulo III: Mar



Tras un monótono día de travesía el barco fue atrapado por el manto de la noche, que consiguió desplazar al anaranjado astro que declive, y en lugar de este floreció en lo alto una luna de resplandor suave y forma curva sin llegar a ser redonda, en una armoniosa perfección imperfecta. La luz se proyectaba en la bodega, frente a la celda, dibujando una cuadrícula que parecía un tablero de ajedrez. Satara observó durante un rato, con una sonrisa en el rostro, y luego, comenzó a reír. Su voz sonó atronadora en el silencio de la medianoche, y los guardias que reposaban en silencio miraron al prisionero, que no dejaba de emitir estruendosas carcajadas mirando lo que se proyectaba sobre el suelo. Se puso entonces este en pie, y levantó los puños hacia el cielo. Fortuna, de nuevo se te escapa la victoria, de nuevo, mi fracaso, no significa tu victoria, y de nuevo tenemos frente a nosotros en tablero con suficientes piezas para combatir-Reflexionó en voz alta ante la estupefacción de los guardias.

Pronto ordenaron a Satara guardar silencio, ignorando este la orden, que se repitió en un tono agresivo:- ¡Hereje! ¡Cierra tu boca o te corto la lengua

- ¿De verdad? ¿Con que autoridad? ¿Luminarie tal vez? Siento decepcionarte, pero si ese patético dios existiera ya estaría muerto. Pero si te reconforta, adelante, acaba con mi lengua, trata de arrebatarme la vida, vida en la que nada tengo que perder, sólo la posibilidad de acabar con algún peón más, quien sabe si derrotaré al rey-argumentó Satara con evidente sorna.

En ese momento llegó Sigfrid con un par de soldados a sus espaldas, y preguntó acerca del ruido a aquellas horas, respondiendo el prisionero que estaba haciendo honor a la locura y herejía que le habían atribuido, que era divertido probar la incompetencia de sus hombres. El capitán ordenó a los soldados que estaban de guardia ir a descansar, mientras él permanecía con el prisionero.

-Los traidores como vos y los enemigos del Imperio evitáis la prosperidad, la paz y la posibilidad de progresar –argumentó Sigfrid.

- Sólo tendremos alguna posibilidad de llegar a la paz y al progreso cuando los defensores y ostentadores de vuestra sociedad sean eliminados.

-Siquiera sois capaces de mantener la dignidad y aceptar vuestro destino en vuestros últimos momentos de vida, reconociendo vuestra culpa.

- Toda dignidad que pudiera haber alcanzado me ha sido arrebatada por este mundo, un mundo orquestado por el reinado de los “enviados” de Luminarië. Recuperar o conseguir esa dignidad sólo es posible a través de vuestra desaparición –contestó Satara esbozando una sonrisa.

- Veo que eres irremediable…tu muerte será un alivio para el mundo

Después de conversar se produjo un incómodo silencio. La mirada de Satara se concentró en la búsqueda de la Luna, que apenas salía de entre las nubes oscuras. Una brisa fresca y salada llegaba hasta la bodega, por un momento, el preso cerró los ojos ignorando la mirada atenta de Sigfrid.

El sonido de un alarido que se apagó casi al iniciarse sobresaltó a ambos. De inmediato el paladín se puso en guardia y echo la mano a la empuñadura. Satara, se limitó a esbozar una sonrisa y mantenerse en la misma posición, observando el desarrollo de los hechos. Las hojas de metal pronto comenzaron a danzar junto a las voces y órdenes, formando parte de una caótica melodía.

En la cubierta, los cuerpos caían, cortados, tornándose en cadáveres que se alcanzaban a ver desde la bodega, y cuya sangre se colaba entre las rendijas que daban a esta. Sigfrid se lanzó al combate y se perdió en el fragor de la batalla.  La voz del paladín resonaba entre los gritos, dando aliento y ordenes, mas pronto perdió vigor y precedió al silencio. Después del silencio una voz desconocida comenzó a dar órdenes desde arriba, y de nuevo los tablones de la cubierta volvieron a moverse instigados por las botas de los marineros.

Un hombre de piel morena y barba descendió acompañado de un pelirrojo que vestía ropajes blancos y llevaba en las manos una ballesta. Examinaron al prisionero y el resto de la bodega. Mientras tanto en cubierta iban arrojando los cadáveres por la borda y se escuchaba el sonido de los cuerpos siendo engullidos por  el mar. Se podía oír también ruido de objetos que caían al suelo, probablemente debido a un registro encomendado por el capitán de los navíos atacantes. En la bodega, encontraron sólo vino, el marinero moreno saco la bota de su alforja y la rellenó, mientras el individuo de los ropajes blancos volvía a cubierta.

Satara permanecía en su posición, observando lo que se hallaba a la vista y agudizando el oído, tratando de desentrañar los sucesos que sus ojos no eran capaces de descubrir. En la superficie se escuchaba al capitán mandar tomar las armas de los prisioneros. En ese momento se pudo percibir una voz que señalaba la presencia de un prisionero en la bodega, e inmediatamente bajaron un par de hombres y abrieron la jaula en la que estaba encerrado Satara. Este se levantó y avanzó acompañado por el sonido de los grilletes. Miró a los prisioneros de los asaltantes, la mayoría llenos de magulladuras y cortes. Fue puesto inmediatamente en aquel grupo, rodeado por los hombres con armas. Entre ellos destacaba un hombre de barba blanca y un ancho sombrero negro como el azabache. Su rostro dejaba ver una cicatriz en su ojo derecho que se extendía hasta el carrillo. Sus manos estaban apoyadas en la empuñadura de un sable que clavado en los maderos, servía como bastón. Todos esperaban expectantes a que este se pronunciara, mientras tanto, tras él, el hombre de túnicas blancas, encapuchado, lanzaba una moneda al aire y la recogía con la habilidad de un versado prestidigitador.

Después de unos incómodos segundos el capitán se pronunció: - Bien, humildes y lastimeros derrotados, tenéis dos opciones por delante; Por un lado habéis matado a unos cuantos de mis hombres en la refriega y en compensación por ello podéis elegir cubrir sus antiguos puestos abandonando toda ley anterior y atacando la ley del mar, la Ley de Barbablanca; Si decidís tomar otra senda, adelante, id y llorad a vuestras madres al fondo de las aguas. Por último, y no menos importante, las plazas son limitadas, sólo quince podrán acceder a esta deliciosa oferta.

Hubo unos segundos de indecisión para todos los prisioneros excepto para Satara, que ya había levantado sus manos engrilletadas. A la vez observaba con atención y percibió inmediatamente que Sigfrid no se hallaba entre los prisioneros. No pudo evitar arquear una ceja, y mientras hacía este gesto, algunos cautivos alzaron la mano. Al principio, sólo cinco, después diez, un instante después la lealtad de los soldados hacia Luminarië se quebró y la cifra superó los veinte. Al ver esto, Barbablanca echó a reír y aplaudió con fuerza. Hizo una pausa y dijo: -Perfecto, parece que hoy habrá algo de diversión para mis chicos, ¡A los tipos honorables, atadlos con una cadena y que vayan al fondo del mar!, el resto, ¡Competirán!

Un grupo de marineros ejecutó con normalidad las órdenes de su capitán, acallando la resistencia de los que iban a ser ejecutados con alguna estocada con el sable. Los llevaron hasta la borda y empujaron hasta el mar, y allí, en sus fauces, se perdieron para no retornar jamás. Muchos de sus compañeros que habían levantado la mano desviaron la mirada en espera de su destino.

Barbablanca se frotó las manos y profirió un “¡Bien!”. Mandó inmediatamente tomar a dos prisioneros y entregarles dos puñales. El marinero moreno de la bodega se acercó a Satara y le entregó un puñal y susurró a su oído: - Ahí tienes tu oportunidad para pagar a quienes te habían encerrado allí. Se levantó aún con los grilletes y pidió ser liberado de ellos. El capitán mesó su barba y ordenó que sólo retiraran los de sus pies, que si ganaba harían lo mismo con los de sus manos. Un hombre fornido que portaba un hacha golpeó varias veces en las cadenas que unían los grilletes de ambos tobillos. Tras dejar huella en cubierta, los golpes surtieron efecto y el cautivo, ahora combatiente, se preparó para la batalla.

Empuñó su arma y miró fijamente a su rival. Parecía un soldado experimentado, pues a pesar de la expresión de desconcierto sostenía la daga sin temblores. Ambos se observaron sin atacar, pero con los puñales amenazantes hasta que de súbito Satara se abalanzó sobre sus enemigo. Hábil, su antiguo captor rodó hacia un lado para esquivarlo y trató de apuñalarlo por el costado. Apenas rasgó su armadura de cuero Satara retrocedió, y ambos volvieron a estudiarse desde la cautela. Esta vez fue el soldado el que pasó a la ofensiva, dirigiendo su puñal al pecho de su enemigo. No obstante, Satara, hábil, pudo esquivarlo y atrapar su brazo. Su hoja no tardó en quedar clavada en la yugular del enemigo, del que se desprendió en cuanto dejó de intentar moverse. No evitó sin embargo quedar empapado por la sangre que emanaba sin cesar desde el cuello del difunto.

-¡Bravo! ¡Un magnífico primer combate! ¡Siguiente! –exclamó Barbablanca

Mientras la segunda pareja combatía Barbablanca ordenó liberar por completo a Satara. De nuevo, al borde de la muerte, la vida había resurgido con fuerzas renovadas. Uno de los piratas se acercó, y esbozó una extraña mueca al visualizar la superficie escamosa en sus manos. Sin embargo, a pesar de la mueca, permaneció en silencio y volvió a su puesto. Una hora después, ya se había seleccionado a los nuevos tripulantes. Los cadáveres, fueron arrojados al mar y se perdieron flotando arrastrados por la marea.






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