sábado, 26 de noviembre de 2011

Capítulo I: Dicha y desdicha

La derrota creó la lucha, el cambio marcó el progreso y el progreso llevó a  una breve victoria. Para Satara todo comenzó con la derrota y así previno que había de terminar.

Frente a una robusta fortificación experimentó su cenit como avatar de la fe, como áureo caballero. Y como hereje se alzó en medio de un castillo níveo integrado en un homogéneo paisaje invernal. El Refugio, así fue nombrado aquel lugar de dualidad.

En aquel día de cambio, del fin del campeón, Satara permaneció largo rato observando la ahora anaranjada llave del portón. La nieve, impulsada por el viento, se acurrucaba en los recovecos de las grandes piedras que conformaban el muro exterior.

Al fin decidió entrar en lo que debía haber sido su hogar, con los últimos rayos de sol, que como un lejano fuego, se apagaban tras las montañas del oeste. Dentro, todo estaba oscuro, sin embargo los peculiares iris de Satara no parecían encontrar ninguna dificultad a la hora de percibir las telarañas apostadas en las esquinas, o el musgo que se extendía como una gran mancha hasta llegar a las escaleras del final del pasillo.

Entró entonces en una sala, en cuya puerta de roble había una inscripción ilegible por el paso de las inexorables arenas del tiempo. La sala era amplia y polvorienta, repleta de estanterías llenas de viejos libros que parecían no haber sido leídos desde tiempos inmemoriales. No había ventanas, tan sólo una oscuridad, si cabe más densa que en el pasillo, como si el humo negro de una gran hoguera se hubiese concentrado en la estancia. También había varias mesas y sillas, más cuando Satara tomó asiento, éste amenazó con quebrarse, emitiendo un crujido que retumbó en las pétreas paredes. Posó sus ojos en las repisas y en los tomos que residían en su cima, observándolos con lentitud, mientras echaba su capucha hacia detrás. Durante unos minutos permaneció así, como si tratase de escrutar el contenido de los libros desde su posición.

Su mano se desplazó hacia el corazón, y con fuerza apretó, rememorando tal vez algún recuerdo, mientras su ropa, escurrida por la presión ejercida, liberaba al agua de su cautiverio. Se levantó y caminó hasta la segunda estantería, para luego descubrir los títulos de los tomos, apartando con sus manos las polvorientas capas que residían sobre sus tapas.

Amontonó varios libros sobre una de las mesas, abandonando tras esto la estancia y regresando con una vieja botella rellena de un líquido rojizo, quizás vino. Después, sacó de uno de los bolsillos de su capa un gran trozo de pan, humedecido y arrugado, que no dudó en devorar, mientras de vez en cuando paraba para acompañar el sólido con el líquido residente en el interior del vidrio. Acabó con la comida en apenas un minuto, su hambre no parecía haber cesado en absoluto y dio un par de tragos seguidos a la botella antes de centrar su mirada de nuevo en los libros. Las páginas del que sostenían ahora las manos de Satara no parecían afectadas por el paso del tiempo, presentaban un pálido color que contrastaba con el resto de los libros. Miró la tapa, y las muescas escasamente ornamentadas que conformaban el escueto título del volumen, Ciencia biológica. Era un título antiguo, y ya pocos conocían esas palabras, pues habían sido engullidas por la alquimia, que a su vez se relacionaba de manera muy estrecha con la Iglesia, hasta el punto en el que sólo los sacerdotes podían nombrar a los alquimistas permitiéndoles la aplicación de sus conocimientos. En el rostro de Satara asomó una leve sonrisa que volvió a esconderse tras un breve instante, mientras abría el libro. La primera página sólo contenía una escueta frase que rezaba “La sangre es vida y la vida es roja, si quieres conocer la vida, interroga a la sangre”

“Silencio, rojo líquido que desciende por las páginas ancianas pero frescas, revelando la verdad que bajo nuevas letras ahora muestra, como la luna pálida baña con su etéreo resplandor los que antes habían sido dominios del áureo astro. Se dibujan arcaicos caracteres, que descompondrían los rostros de los avariciosos sacerdotes, para luego tornarlos en severidad y finalmente enviarlo a las crueles y corruptas llamas purificadoras o a un cuarto oscuro, a disposición de la carente curiosidad de esas alimañas que se ocultan tras sus elegantes trajes o sotanas, y que ocultan sus rostros bajo las caretas  de la verdad y la bondad.

Ahora, digo yo, la venganza es mía, mía y de la verdad, de lo ya escrito, que fue mutilado, torturado, o envenado, es la venganza de la última de las páginas”

Pasó unas cuantas páginas y los caracteres se mostraban viejos y desgastados bajo un fondo blanco y pulcro en el que no existían los borrones. Había también algunos dibujos ilustrativos que aún conservaban la mayor parte de la información, aunque los colores estaban lejos  de un preciso colorido que pudo haber mostrado en sus lejanos inicios como tomo. De repente, su mano dejo de pasar las páginas y se detuvo, alzando su pierna izquierda con su fría y desgastada bota, de la cual sacó un pequeño puñal serpenteante de hoja  tan afilada como la de una mortal guillotina y de una manufactura exquisita, donde que se podía apreciar  como el símbolo de una llama recorría de manera elegante el liviano pero peligroso metal. Luego, sirviéndose de su otra mano escurrió su oscura capa, perdiéndose las gotas bajo el asiento de roble, buscando refugio en los surcos del granítico suelo. Dejó la punta sobre la mesa, mientras jugaba con el puñal, más lo dirigió de manera furtiva  hasta cortar cerca de su mano, arrancando un pequeño paño. Después de esto posó el arma sobre la mesa y cogió la botella, de nuevo, arrimó el líquido a sus labios manteniéndolo durante unos instantes en su boca, para acto seguido escupirlo en el negro trapo.

El trapo no tardó en cubrir la página, y en consecuencia lo que antes era blanco, se tornó en rojo, extendiéndose hasta los bordes. Sin embargo pronto comenzó a desparecer y mientras el color comenzaba a desmoronarse unas letras se dibujaron. Comenzaron a cobrar sentido, y pronto aparecieron algunos trazos, que incluso se superponían a los anteriores formando imágenes  cambiantes sobre la tinta negra visible sin verter el líquido. Las explicaciones aparecían escritas en los márgenes, expresadas en una lengua extraña y antigua que pocos tenían la fortuna de conocer, lo que significaba cargar con ella o extinguirse junto a ella. Los ojos de Satara, antes cansados, despertaron de su letargo y  comenzaron a descifrar la información a cada vez mayor velocidad, como un leve fuego avanza en una tórrida tarde de verano. A medida que las imágenes avanzaban, se hacían cada vez más borrosas, hasta que al fin terminaron por borrarse, dejando de nuevo a la vista un tomo en apariencia común.

Pasó un día entero sin salir de aquella estancia, sólo cuando necesitaba más botellas para mantener el libro activo, alimentándose únicamente de la mohosa cerveza agolpada en la bodega, apartadas del vino, arrinconadas y olvidadas por todos excepto por aquellos que también habían sido olvidados por el mundo exterior: alguna rata, arañas, hongos, bacteria. Hacía días que no dormía, apenas comía, pero sin embargo había sobrevivido el camino hasta la morada, y aún allí se resistía a abandonarla por el momento, apretando los puños, concentrando su mente en la información, golpeando la superficie de madera de vez en cuando con sus manos enrojecidas y lesionadas ya por el efecto del incesante frío y la agobiante humedad. Al fin, consciente de que no duraría mucho más en aquella situación, decidió fijar su partida para el alba del día siguiente.

Cuando el áureo astro alcanzó su punto más álgido Satara hizo una breve pausa, había encontrado una pequeña rata, que corría cerca de la primera estantería de la sala, hacía la esquina. El caballero siguió con la mirada a la rata, mientras tomaba el puñal de la mesa, y con extrema cautela, comenzó una silenciosa pero rauda persecución. La rata, ignorante de su destino se disponía a doblar la esquina cuando encontró a un gigante que se alzaba ante el y dos enormes manos, que como tenazas resueltas a actuar se aproximaban inminentes. Más ágil que su rival, esta se zafó del cerco impuesto por su acechador, más cuando cantaba victoria dedicando una mirada burlona a las torpes manos, sintió una gran presión en su cola, no podía seguir corriendo. Luego, las manos se acercaron y los dedos tomaron al animal como lo hubieran hecho unos estrechos grilletes de acero, reprimiendo los vanos intentos de la rata por escapar. Satara contempló el pequeño ser vivo durante unos instantes, después, rió por un momento antes de que una violenta tos lo sacudiera.

-Es curioso-dijo en voz alta cuando se repuso, mientras contemplaba a la rata- que un día te encuentres en la cima, coronando un hermoso castillo del que eres dueño, o guardando tan sólo un bien espectral llamado felicidad, y que al día siguiente seas arrojado a las llamas, enviado al foso del castillo, y que aquel bonito bien espectral se convierta en una terrible pesadilla que devora tus mismas entrañas. Supongo que no todos tenemos dinero para mantener un castillo, pero unos pocos si pueden permitirse el lujo de disponer incluso de un foso para arrojar a aquellos que no desean, y supongo que eso es lo que te ocurre a ti, pequeña rata, caída en foso ajeno- Se detuvo un momento, dejando al animal en una mano, más luego la deshizo levemente de la dura prisión, antes de acabar finalmente con su vida, atravesando el cuerpo con el afilado arma que empuñaba- Pero no te apures mi joven y mortecina rata, el suelo de los castillos a veces es resbaladizo y puede empujar al poderoso al fondo, reuniéndole con las fieras, con las bestias que ha dejado, que ha creado en su interior.

Observó como la sangre caliente se extendía, tiñendo su mano hasta desbordarla, dejando que algunas gotas se fundieran con la gris piedra. Luego, buscó unos leños de sillas o muebles quebrados y los amontonó, para acabar haciendo una pequeña hoguera, en la que el cadáver de la rata encontró un cálido baño de llamas, y un estruendoso recibimiento en el estómago de su captor. Después de esto, prosiguió su estudio hasta la caída del astro dorado y la llegada de la esfera argéntea, a la que homenajeó con una pobre comida, que no era otra que la cebada contenida en aquella cerveza de dudosa calidad. Siguió con sus estudios hasta que el cansancio venció al guerrero, el cual se desplomó frente a la mesa con sus ojos pegados a las páginas que ya no mostraban figuras en movimiento, permanecían silenciosas y discretas.

Las primeras luces iluminaron los pasillos del castillo y también un leve resplandor alcanzó la biblioteca dando fin al breve descanso de Satara. Alzó su cabeza sobresaltado y luego miro hacia todas partes hasta detenerse en el tomo, que cerró y colocó en el lugar en el que se encontraba antes de su regreso. Rellenó su petaca de cerveza y luego subió las escaleras por primera vez desde que había entrado en aquella gélida construcción. La planta era amplia, pero había menos salas que a ras de suelo, tan sólo cuatro visibles, con letreros que aún conservaban sus caracteres en condiciones de ser leídos. En las paredes del oeste de la sala, se posaban los brillantes rayos matinales, descubriendo las inscripciones de las puertas, “Zona de reposo”. Caminó hacia la parte meridional hasta detenerse en una puerta doble, amplia y robusta, también con una inscripción, “Sala del Consejo”. Abrió la puerta,  descubriendo en el interior de la sala una mesa circular y caliza, rodeada por una serie de asientos altos e imponentes, compuestos de los mismos materiales que la mesa.  La estancia tenía una pequeña abertura  en la pared que miraba al este, por la cual se colaban finos rayos que se proyectaban sobre la superficie pétrea del mueble. Quedó unos instantes inmóvil con la mirada perdida y luego bajó la cabeza hasta mirar el suelo, para, sin previo aviso, cerrar la puerta de una forma violenta que hizo que el sonido se expandiera por todo el castillo.

Finalmente visitó la sala oriental que tenía su puerta cerca de las escaleras, la armería. Dentro había un gran armario férreo, con un candado, y cerca, varias panoplias repletas de armas, aún afiladas, que brillaban con la luz que llegaba desde una ventana. También había algunas armaduras y cascos polvorientos, tanto obras metalúrgicas como de peletería. Miró su cinto, y el arma que reposaba en la vaina sujeta a este, la cogió y desenvainó descubriendo una hoja quebrada, fina hoja, pero resistente, que había perdido su kissaki. La dejó en el suelo, y de la panoplia tomo otra katana, peculiar arma en la que había perfeccionado su técnica durante multitud de años, desde que fuera un adolescente. Acto seguido, tomó una armadura de cuero, gruesa, resistente, ligera y el torso oscuro, los brazales de un decadente carmesí, las correas y los guantes negros, se adhirieron como una segunda piel al guerrero. Dio un paseo de nuevo por el resto de la estancia, más luego, pensativo, se fijó en una capa que había junto a una armadura, negra como el azabache, gruesa como el pelaje de un oso polar, con una enorme capucha, que estirada era capaz de ocultar el rostro con opacidad, como una sombra en la que la luz no es capaz de penetrar. También atisbó en este nuevo reconocimiento unas botas que se antojaban cálidas cuan el fuego del hogar en una fría tarde de invierno.

No dudó, calzó las botas en sus piernas, dispuso la capa sobre sus hombros, ajustó la capucha tapando su rostro, y descendió las escaleras mirando las sólidas paredes del castillo. Cuando hubo abierto las puertas del castillo, hizo una leve reverencia, y se despidió con la mano. Hasta luego, mi fiel y admirada biblioteca, prometo traerte un presente la próxima vez, y hacer todo posible para alargar mi estancia –dijo Satara pensando en voz alta, mientras su voz se perdía en la mañana clara y gélida.


No hay comentarios:

Publicar un comentario