sábado, 26 de noviembre de 2011

Capítulo II: Viaje


Ahora se mueve, con paso firme, decidido, embotado en un manto de pieles, armado con una compañera que en tantos viajes le había acompañado, su arma, su defensa, la única que permanece a su lado. La blancura del paisaje es gruesa, ya no nieva, pero los rayos del astro no han conseguido disiparla, dejando un rastro de agujeros gemelos, que desciende, atravesando cuestas empinadas, laderas, y desfiladeros, sin detenerse, con ritmo constante, monótono. No debo parar –piensa- no tengo comida y esas nubes de allí, es posible que al atardecer me alcance una ventisca.

Los pasos se aceleran a medida que el Sol se alza, crece, e ilumina las bastas tierras del mundo, desde oriente, hasta occidente. Sin embargo, no siempre es bien recibido, en la nieve, Satara entrecierra los ojos, el reflejo de los refulgentes rayos es cada vez más molesto, y aunque lleve el rostro cubierto siente los rayos de Sol como dos profundos y maliciosos ojos, que se clavan en su nuca, intentando escrutar sus pensamientos. Dedica una breve mirada a los picos de las montañas más altas, blancos como una bandera de tregua, pero manchados por pequeñas motas de polvo, rocas que asoman en su superficie. Luego, mantiene la vista en el frente, no puede bajarla, pues dará con el reflejo de los incómodos y alargados dedos luminosos, pero tampoco alzarla, porque dará con el astro del que emanan. Todo comienza a hacerse pesado, ya es mediodía y el paso se debilita por unos instantes, el hambre y el desanimo que habían caracterizado su ascenso al castillo amenazan con retornar. Pero, esta vez no, ahora tengo un objetivo, una meta, más allá de la propia supervivencia, si sigo aquí, es para luchar –piensa la figura que avanza solitaria por la cadena montañosa. Aprieta el paso, avanza con convicción, como un guerrillero lo haría por su geografía, como un animal se desenvuelve en su hábitat, y sin embargo, no ha pasado tanto tiempo en ese lugar como para comportarse como tal.  Árboles empiezan a vislumbrarse en la lejanía, Satara esboza una breve sonrisa y emite un gruñido de satisfacción. Fuerza el paso aún más, sus pies se resienten, dentro de las botas, pero él no presta atención a sus demandas, reta a su resistencia, tensa la cuerda, y no se detiene. La masa boscosa, comienza a tomar forma, el compacto conjunto de antes comienza a ser una agrupación de abetos y pinos individuales y más espaciados, a su vez el camino desciende, y los picos se vislumbran cada vez más lejanos. A medida que el Sol comienza a descansar sobre el oeste, se escuchan algunos cantos de pájaros aislados, de vez en cuando varios, que provienen de la ya cercana vegetación. Satara no tarda en caminar bajo los árboles en un suelo helado, aunque con pequeños núcleos verdes o de tierra húmeda. El pueblo ya no queda muy lejos, con suerte dormiré bajo techo- se dice-. La nieve, parece retroceder, las botas empapadas comienzan a arrastrar el barro del camino que se vislumbra, primero como un débil surco, luego, excavado en la tierra, como el cauce de un río. El sendero desciende, y con él los pasos de Satara, cuyos ojos ya distinguen en el horizonte la empalizada del pueblo y los tejados de madera de las casas. El Sol también desciende, y cuando llega frente a la entrada de la población, la luna ya reina en lo alto, aunque de vez en cuando se ausenta, ocultada por unos densos nubarrones que se mueven silenciosos por las alturas. A ras de suelo, ese movimiento también se percibe, la capa se agita mientras los guardias miran al peculiar visitante, que sujeta con su mano izquierda la capucha mientras habla. Un austero saludo, intercambia pocas palabras con los vigilantes y prosigue su marcha, observa la plaza del pueblo, tan sólo poblada por hojarasca y tierra que se levanta. Las casas tienen puertas y ventanas cerradas, apenas hay luz en el pueblo, ni siquiera de la posada, que también se ha aislado para prevenirse del temporal que acecha.

Sus nudillos golpean repetidas veces la recia puerta. Un sonido férreo puede percibirse, el engranar de dos superficies metálicas. La puerta se abre, un hombre arrugado de cabellera gris, desparramada y poco abundante, estudia al posible huésped con ávida mirada. Después de varias preguntas inquisitorias, ambos entran en el local. Los tablones de madera que componen el suelo están húmedos y se atisban huellas de botas, grandes pies, pequeños pies, que se cruzan en un caótico mosaico. Hay varias mesas, la mayoría pobladas de abundante cerveza y jarras vacías, y desde ellas algunos ojos se posan en el individuo que acaba de entrar, que ha resuelto no descubrir su rostro. Avanza hacia la barra detrás del posadero, y le dirige unas palabras que son correspondidas con un desdeñoso movimiento de cabeza seguido de unas voces que transmiten el pedido a la cocina. Cuando le entregan su comida, este saca unas monedas de su saquillo de cuero, y después de contarlas se las entrega al posadero que las recoge ávido observando como aún quedan más dentro. Satara hace un gesto con el dedo índice señalando a las escaleras y tras la barra cogen una llave y la dejan sobre la mesa, esperando al tintineo de los oros, que no tardan en descender uno tras otro, hasta dar con la madera.

Las escaleras se retuercen ruidosamente mientras asciende el encapuchado y algunos de los clientes de las mesas miran como este sube, con agrios y desdeñosos rostros. Una vez llega a su habitáculo, se sienta sobre la única mesa de la sala, y tras descubrir su rostro, dedica sus energías a ingerir el alimento con rapidez. Luego, revisa su diminuta arma oculta en su bota izquierda y deja su katana a un lado de la cama. Tras esto se desploma sobre la misma, agotado por el cansancio.

Satara despierta de repente, ante incesantes golpes que se suceden desde el otro lado de la puerta. En la habitación oscura alcanza su arma y abre las ventanas, dejando que la luz del alba penetre en la estancia. Desde detrás de la puerta varios individuos repiten al inquilino que abra la puerta, a la vez que la golpean, hasta que, finalmente, cede. Entran un par de guerreros, ataviados con el símbolo de Luminarie en el pecho.

-¿Es usted Satara? –inquiere uno de los soldados con armas en mano, de rostro pálido y nariz alargada y ganchuda.

-¿Cambiaría algo que no lo fuera? ¿Acaso puedo irme si digo que no? –Responde Satara en un tono amargo, mientras desenfunda su afilada hoja y espera junto a la ventana.

- Le recomendaría que no tratase de escapar, no tiene ninguna posibilidad, así que deje ese arma y responda a mi pregunta-insiste el guerrero, mientras agita su espada cortando el aire que lo separa de su interlocutor.

-Venga usted a detenerme, el gasto de energía que conllevaría que me desplazara a su posición no tendría su justa retribución –contesta esbozando una sonrisa ladina.

Se disponen los guerreros en un semicírculo ante una orden de su capitán, dejando a Satara entre la ventana y la soldadesca. Se acercan, con armas en mano, más cautelosamente y sin blandirlas, pues de momento el inquilino no hace ningún gesto hostil. Cuando la mano de uno de ellas agarra la muñeca de Satara, este alza su pierna en un movimiento ágil desplazando el brazo captor e impactando en las fauces de su enemigo, que no tarda provocar un sórdido sonido al caer sobre los tablones de madera que componen el suelo. De inmediato se suceden las estocadas de los cuatro guardias restantes que lo cercan. Ante la primera, se desplaza hacia detrás, en un salto, sobre el borde de la ventana, y desde la ventajosa altura, el resto de movimientos ofensivos se extinguen como la vida de un moribundo. Desde allí, encaramado como lobo en un risco, defiende su posición ante los inútiles esfuerzos de sus rivales, que en vano tratan de hallar la manera de traspasar el telón de acero que supone la liviana pero mortífera katana de Satara. De repente, cuan ave tratando de alzar su vuelo, se lanza desde la ventana, que dista unos dos metros del suelo, ante la mirada estupefacta de los presentes. Al caer sus rodillas se doblan, y su mano izquierda se apoya en la húmeda tierra, que araña palpando su textura, mientras trata de resistir el dolor causado por la caída. Cuando consigue mirar a su espalda, diez soldados más preparan sus armas frente a él, y pronto estrechan un círculo, que Satara en vano trata de romper, lanzándose sobre uno de los guerreros. A cambio recibe varias estocadas, que rasgan su armadura, algunas de ellas su piel, dejando brotar entre cauces de carne ríos carmesíes. Intenta resistir en vano durante unos segundos más, pero es apresado, desarmado y engrilletado por fuerzas superiores y en mejor estado, que además cuentan con refuerzos que comienzan a llegar desde otros lugares. Finalmente llegó su capitán, que hace no demasiado hablaba con Satara en aquella habitación. Este dedicó unas cuantas palabras al ahora preso:

-Se lo recomendé y no me hizo caso, mire cual es el resultado.

Satara guardó silencio y empujado por los guardias atravesó el pueblo, mientras algunos campesinos curiosos observaban el desenlace del peculiar incidente y al nutrido grupo de soldados-alrededor de cincuenta- que escoltaban al prisionero, de insignias y armaduras más caras que las que vestía la milicia del pueblo. La comitiva abandonó la villa ya bien provista de barro formado en la noche anterior, en especial Satara, que cada vez que detenía sus pasos, era empujado y golpeado por los guerreros que lo vigilaban de cerca, y en consecuencia algunas veces, arrojado al fango. Avanzaron varios kilómetros, dejando atrás el paisaje lejano de las montañas, y encontrando por el contrario una zona de verdes praderas, en las que de vez en cuando se encontraba a algún pastor y sus ovejas, que observaba con temor al batallón.

La marcha se detuvo frente a un alcornoque de ancho tronco, se ató al prisionero mientras la soldadesca reponía fuerzas sacando de sus alforjas sus respectivos almuerzos. De vez en cuando lanzaban alguna que otra sobra a Satara, que las tomaba con los dientes y lo comía en silencio, tragando tierra y hierba. Algún soldado hacia comentarios:-Mira a ese salvaje-comentaba uno de ellos. –Si, es deplorable, no se como habrá aprendido a hablar semejante monstruo-añadía otro. -¡Je! Y además hereje, una desgracia- decía otro mientras comía.

Continuaron cuando el Sol ya había comenzado a declinar, avanzando como sombrías figuras, como unas gotas de oscuro color que aportaban relieve al horizonte plano. De vez en cuando cantaban alguna canción que ensalzaba las hazañas de los guerreros del Imperio, finalizando siempre con un pomposo agradecimiento a Luminarie, tras lo cual alguno de los combatientes dedicaba una sonrisa con sorna a su maltrecho prisionero. La costa comenzó a vislumbrarse unas horas después de que comenzasen la marcha, cuando la luna ya reinaba en lo alto de la nocturna bóveda. Los soldados estaban cansados y su capitán, entendiendo por el ritmo de los pasos cual era la situación decidió hacer una parada junto a unos campos de trigo de una considerable amplitud que seguían adheridos al camino a lo largo de un kilómetro. Esta vez  no había ningún sitio sólido al que amarrar al prisionero, que guardaba un silencio sepulcral en el que sus labios no se despegaban y el resto de su cuerpo permanecía realizando unos movimientos mínimos, sus ojos cerrados, las manos enfangadas y aprisionadas por los grilletes,  las piernas flexionadas, ocultando el rostro. Decidieron entonces comer en varias rondas, para tener un par de guardas encargándose de que el privado de su libertad no volviera al estado de fugitivo. Mientras comían, el viento cobró una inusitada fuerza, y la grava, que allí no estaba humedecida por la lluvia, comenzó a separarse arrastrando pequeñas nubes de polvo y algunos hierbajos secos. Discutieron en la comida acerca de la estancia en el puerto, decidiendo el capitán que permanecerían el menor tiempo posible ante la importancia de que el prisionero llegara a la Áurea Ciudad.

La noche dio lugar al día, y el paso de los soldados continuó con la misma intensidad, se movían veloces, no por su paso de caballo, sino por la constancia y el tiempo dedicado al avance que hacían. En consecuencia al mediodía ya se vislumbraba la urbe de una forma definida a la que llegó la columna cuando la luna todavía no se hallaba acompañada por el manto negro. Entraron en la ciudad, siendo recibidos por un viento frío y húmedo, que se adhería a la dejando un pegajosa mucosidad invisible. La marca de los mares que no distinguía entre amigos y enemigos, ricos o pobres, afortunados o desafortunados, reyes o siervos.  Enseguida fueron guiados por la guardia de la ciudad, ante la atenta mirada de alguna lozana mujer que cargaba con el característico botijo y lo rellenaba remangada con una sonrisa lejana, soñadora, mientras que las más maduras mostraban una sonrisa forzada, que a veces se tornaba en mueca de desencanto. Los paladines dejaron la fuente atrás no sin seguir con sus ojos a las jóvenes susurrantes, y luego, ya con la vista en el frente, avanzaron hasta llegar al cuartel. Una vez allí los soldados fueron recompensados con un desayuno afortunado, el prisionero sin embargo como fortuna obtuvo el reposo en un calabozo de piedra, sin banqueta de madera sobre la que poder sentarse. Los capitanes a su vez, comenzaron a discutir sobre la situación.

-Esta hecho, lo hemos atrapado –sentenció el líder de los paladines con seguridad en sus palabras.
-Toda una proeza capitán Sigfrid, al fin se le podrá otorgar su merecido a este escurridizo proscrito-alabó el líder de la guardia de la urbe mientras se acomodaba en el asiento y encendía una pipa.
-Sin ninguna duda, pero para ello necesitamos un barco de inmediato, cada segundo que pasa, corre en nuestra contra, es un segundo más en el que esa criatura del mal escapa al juicio divino- argumentó Sigfrid poniendo ambas manos sobre la mesa de roble que separaba a los dos capitanes.
-Preparar un barco requiere algo de tiempo, pero trabajaremos con la mayor rapidez posible para que dispongáis de un navío para el viaje y dos de escolta. Creo que en un par de días podréis zarpar, entretanto sus hombres serán acogidos aquí como si fuese su acuartelamiento.
- No es necesario tomarse molestias a la hora de dedicar escoltas, tal vez no tener que poner a punto esos dos barcos nos de tiempo para tener todo listo antes.
- No es posible capitán, a menos que queráis ser atacados por piratas. En las últimos meses nos han llegado noticias de un alto índice de abordajes y saqueos en los mares.
-Parece que el mal sabe actuar de forma conjunta a la hora de evitar el juicio de uno de los suyos.

Conversaron durante algunos minutos más, y luego se unieron al desayuno con el resto de soldados, que habían acabado con gran parte de la comida servida.

Mientras tanto Satara daba vueltas en su celda, paseando sin descanso de un lado a otro con los puños apretados y la mirada en el suelo. Sus gestos eran acelerados y bruscos, su respiración, agitada. De repente propinó un duro golpe al granito de la pared con el puño, que se detuvo en seco sin provocar si quiera un rasguño en la pétrea prisión. Retiró con lentitud el puño para luego abrir la mano, descubriendo las yemas de los dedos teñidas en un color azabache. Trató de limpiar el oscuro color en su brazo, menos sucio, mas pronto descubrió que aquella superficie era áspera y escamosa, que se había adherido como una capa de piel. Ha empezado de nuevo- reflexionó para sí en un susurro.

Durante los dos días que permanecieron estacionados en la ciudad costera Satara apenas se movió, exceptuando la hora de la comida, compuesta de un solitario plato que sistemáticamente era engullido, del cubo de excrementos, y en ocasiones el tiempo en el que Sigfrid pasaba a realizar preguntas en las que casi siempre sólo levantaba la mirada guardando silencio, con unos ojos que en la oscuridad parecían encenderse en un tono rojizo, como las brasas crepitantes de una hoguera mal apagada. En aquel par de días, cuando la estrecha ventana filtraba la luz rauda que se adhería a las baldosas de granito, se observaba como el dorso de la mano comenzaba a perder su color natural, obteniendo a cambio aquel oscuro recubrimiento que como un miembro gangrenado y sin amputar ganaba terreno en su cuerpo.

El día de la partida llegó al fin, y la tripulación embarcó en un gran galeón, la Lumière. El prisionero, escoltado por cuatro guardias y reducido por cadenas en pies y manos, detuvo su mirada en el castillo de popa, donde se observaba un cuidado trabajo de carpintería, con volutas en la baranda. Luego, antes de ser enviado a la bodega, pudo ver los cuatro grandes palos que se encargarían de recoger el viento y llevarlo a su destino, y también vislumbró aquella odiada bandera, ese resplandeciente sol icono de la deidad, ese símbolo que había jurado representar primero y luego destruir, no sólo lo que representaba ese símbolo, sino a quienes lo controlaban y le daban forma, aquellos que en un tiempo fueron sus compañeros, tiempos en los que su inocencia y su esperanza se cristalizaron, y fueron desterradas y olvidadas. Como inmediata reacción sus puños se cerraron, mientras lo introducían en las sombras de la bodega, encerrándolo en la correspondiente jaula. Abandonaron el puerto escoltados por otros dos galeones de menor tamaño, entrando en un mar manso y con leves ondulaciones, que con la ayuda del viento soplando a favor eran traspasadas por el bulbo de proa. Sigfrid permanecía atento al avance de los barcos que se adentraban en la inmensidad del horizonte, dejando un rastro de espuma blanca que se dispersaba y desaparecía tras la embarcación. Después dio algún paseo, y finalmente subió al castillo de popa, charlando con el timonel, un hombre sin apenas dientes, de tez morena y rudas palabras. Mientras tanto en la jaula de la bodega, el prisionero permanecía en silencio, sentado, escuchando el crujir de los maderos, con su oído apoyado en la húmeda y áspera superficie del barco, tratando tal vez de escuchar el nítido sonido de las olas, el sonido del otro lado.

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