domingo, 11 de diciembre de 2011

Los músicos. Capítulo I: El Abuelo


Agarró su cabellera gris con la mano izquierda y con el dedo índice de la derecha se colocó las gafas. Puso los pies sobre la mesa y miró el techo, amarillento. Miró el suelo, una capa de basura ennegrecía las baldosas. Apesta, como la vida misma –pensó El Abuelo. Desde que se había divorciado y se había mudado a aquel piso de alquiler no estaba contento con nada. Asqueado con el mundo se tumbaba en el sofá, miraba al techo y al suelo, ponía la tele de vez en cuando y refunfuñaba. Se levantó, y sus calcetines arrastraron la mierda del suelo hasta detenerse cerca de la ventana. El Sol se ponía, pero aún así sus últimos rayos le obligaron a entrecerrar los ojos. Jodida luz- masculló.

Apoyó su mano en la funda del contrabajo, quince años inseparables juntos. Sonrió, y su mal humor de súbito cambió. Abrió la funda, acarició suavemente las cuerdas, como si estuviese tocando la piel de una mujer. Débiles sonidos graves comenzaron a extenderse por el pequeño salón, como un agradable susurro. Cerró los ojos para sólo pensar en cada nota, mientras bailaba junto a su instrumento, lo mecía como a una bailarina. Cuando se quiso dar cuenta ya había anochecido y no había luz en la estancia. Encendió la luz del salón y miro su reloj de pulsera. Joder, regalo de su exmujer, pero qué útil le había sido-pensó. Eran las nueve, iba con el tiempo justo. Colocó con cuidado el contrabajo en su funda, lo dejó sobre el sofá mientras iba a la cocina. Abrió el frigorífico. No había mucho que enfriar, dos paquetes de salchichas, una cerveza a la mitad que probablemente ya no tendría gas, y media docena de huevos. Cogió una sartén y se hizo un par de huevos fritos. En la cocina, acompañando el sonido de la comida en contacto con la boca y algún ocasional coche que se oía desde la calle, el repiqueteo de sus dedos retumbaba sobre la mesa de forma rítmica. Se duchó y se vistió, cogió su camisa de cuadros, los vaqueros y sus zapatos marrones, los únicos que no tenía destrozados.

Agarró su instrumento y se lanzó a la calle, la luna aparecía de vez en cuando, juguetona, desparecía de vez en cuando bajo el cobijo de las nubes. Pero, aunque a veces disfrutaba viendo la luna desde su piso, hoy tenía asuntos más importantes que atender. En su rostro se vislumbraba una sonrisa, que se transformó en una gran mueca de felicidad cuando atravesó en el callejón y entró en el bar. Ahí estaba el escenario, ya montado, y sus colegas, Patillas y Botines, dos jóvenes, o al menos jóvenes si los comparaban con sus más de cuarenta años. Y sin embargo eran prácticamente lo único que tenía, esos pipiolos, con su batería y su guitarra, habían aportado mucho más a su vida que cualquier viejo carcamal de la televisión con los que perdía el tiempo cuando estaba enclaustrado en su casa. También que aquel calvo cabrón, con su característica papada, que pronunció con seriedad, pero él estaba seguro que con una interna satisfacción, las fatídicas palabras que habían de comenzar a hundirlo en la miseria: “estás despedido”.

Estrechó con fuerza la mano de Botines y la de Patillas cuando llegó, algo más tarde que ellos, y subió a la pequeña tarima que sería el escenario.


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