Agarró su cabellera gris con la
mano izquierda y con el dedo índice de la derecha se colocó las gafas. Puso los
pies sobre la mesa y miró el techo, amarillento. Miró el suelo, una capa de
basura ennegrecía las baldosas. Apesta, como la vida misma –pensó El Abuelo.
Desde que se había divorciado y se había mudado a aquel piso de alquiler no
estaba contento con nada. Asqueado con el mundo se tumbaba en el sofá, miraba
al techo y al suelo, ponía la tele de vez en cuando y refunfuñaba. Se levantó,
y sus calcetines arrastraron la mierda del suelo hasta detenerse cerca de la
ventana. El Sol se ponía, pero aún así sus últimos rayos le obligaron a
entrecerrar los ojos. Jodida luz- masculló.
Apoyó su mano en la funda del
contrabajo, quince años inseparables juntos. Sonrió, y su mal humor de súbito
cambió. Abrió la funda, acarició suavemente las cuerdas, como si estuviese
tocando la piel de una mujer. Débiles sonidos graves comenzaron a extenderse
por el pequeño salón, como un agradable susurro. Cerró los ojos para sólo
pensar en cada nota, mientras bailaba junto a su instrumento, lo mecía como a
una bailarina. Cuando se quiso dar cuenta ya había anochecido y no había luz en
la estancia. Encendió la luz del salón y miro su reloj de pulsera. Joder,
regalo de su exmujer, pero qué útil le había sido-pensó. Eran las nueve, iba
con el tiempo justo. Colocó con cuidado el contrabajo en su funda, lo dejó
sobre el sofá mientras iba a la cocina. Abrió el frigorífico. No había mucho
que enfriar, dos paquetes de salchichas, una cerveza a la mitad que
probablemente ya no tendría gas, y media docena de huevos. Cogió una sartén y
se hizo un par de huevos fritos. En la cocina, acompañando el sonido de la
comida en contacto con la boca y algún ocasional coche que se oía desde la
calle, el repiqueteo de sus dedos retumbaba sobre la mesa de forma rítmica. Se
duchó y se vistió, cogió su camisa de cuadros, los vaqueros y sus zapatos
marrones, los únicos que no tenía destrozados.
Agarró su instrumento y se lanzó
a la calle, la luna aparecía de vez en cuando, juguetona, desparecía de vez en
cuando bajo el cobijo de las nubes. Pero, aunque a veces disfrutaba viendo la
luna desde su piso, hoy tenía asuntos más importantes que atender. En su rostro
se vislumbraba una sonrisa, que se transformó en una gran mueca de felicidad
cuando atravesó en el callejón y entró en el bar. Ahí estaba el escenario, ya
montado, y sus colegas, Patillas y Botines, dos jóvenes, o al menos jóvenes si
los comparaban con sus más de cuarenta años. Y sin embargo eran prácticamente
lo único que tenía, esos pipiolos, con su batería y su guitarra, habían
aportado mucho más a su vida que cualquier viejo carcamal de la televisión con
los que perdía el tiempo cuando estaba enclaustrado en su casa. También que
aquel calvo cabrón, con su característica papada, que pronunció con seriedad,
pero él estaba seguro que con una interna satisfacción, las fatídicas palabras
que habían de comenzar a hundirlo en la miseria: “estás despedido”.
Estrechó con fuerza la mano de Botines y la de Patillas cuando llegó, algo más tarde que ellos, y subió a la pequeña tarima que sería el escenario.
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