viernes, 16 de octubre de 2009

Travesía

Ahora se mueve, con paso firme, decidido, embotado en un manto de pieles, armado con una compañera que en tantos viajes le había acompañado, su arma, su defensa, la única que permanece a su lado. La blancura del paisaje es gruesa, ya no nieva, pero los rayos del astro no han conseguido disiparla, dejando un rastro de agujeros gemelos, que desciende, atravesando cuestas empinadas, laderas, y desfiladeros, sin detenerse, con ritmo constante, monótono. No debo parar –piensa- no tengo comida y esas nubes de allí, es posible que al atardecer me alcance una ventisca.

Los pasos se aceleran a medida que el Sol se alza, crece, e ilumina las bastas tierras del mundo, desde oriente, hasta occidente. Sin embargo, no siempre es bien recibido, en la nieve, Satara entrecierra los ojos, el reflejo de los refulgentes rayos es cada vez más molesto, y aunque lleve el rostro cubierto siente los rayos de Sol como dos profundos y maliciosos ojos, que se clavan en su nuca, intentando escrutar sus pensamientos. Dedica una breve mirada a los picos de las montañas más altas, blancos como una bandera de tregua, pero manchados por pequeñas motas de polvo, rocas que asoman en su superficie. Luego, mantiene la vista en el frente, no puede bajarla, pues dará con el reflejo de los incómodos y alargados dedos luminosos, pero tampoco alzarla, porque dará con el astro del que emanan.

Todo comienza a hacerse pesado, ya es mediodía y el paso se debilita por unos instantes, el hambre y el desanimo que habían caracterizado su ascenso al castillo amenazan con retornar. Pero, esta vez no, ahora tengo un objetivo, una meta, más allá de la propia supervivencia, si sigo aquí, es para luchar –piensa la figura que avanza solitaria por la cadena montañosa. Aprieta el paso, avanza con convicción, como un guerrillero lo haría por su patria, como un animal se desenvuelve en su hábitat, y sin embargo, no ha pasado tanto tiempo en ese lugar como para comportarse como tal. Árboles empiezan a vislumbrarse en la lejanía, Satara esboza una breve sonrisa y emite un gruñido de satisfacción. Fuerza el paso aún más, sus pies se resienten, dentro de las botas, pero él no presta atención a sus demandas, reta a su resistencia, tensa la cuerda, y no se detiene. La masa boscosa, comienza a tomar forma, el compacto conjunto de antes comienza a ser una agrupación de abetos y pinos individuales y más espaciados, a su vez el camino desciende, y los picos se vislumbran cada vez más lejanos.

A medida que el Sol comienza a descansar sobre el oeste, se escuchan algunos cantos de pájaros aislados, de vez en cuando varios, que provienen de la ya cercana vegetación. Satara no tarda en caminar bajo los árboles en un suelo helado, aunque con pequeños núcleos verdes o de tierra húmeda. El pueblo ya no queda muy lejos, con suerte dormiré bajo techo- se dice-. La nieve, parece retroceder, las botas empapadas comienzan a arrastrar el barro del camino que comienza a vislumbrarse, primero como un débil surco, luego, excavado en la tierra, como el cauce de un río. El sendero desciende, y con él los pasos de Satara, cuyos ojos ya distinguen en el horizonte la empalizada del pueblo y los tejados de madera de las casas. El Sol también desciende, y cuando llega frente a la entrada de la población, la luna ya reina en lo alto, aunque de vez en cuando se ausenta, ocultada por unos densos nubarrones que se mueven silenciosos por las alturas.

A ras de suelo, ese movimiento también se percibe, la capa se agita mientras los guardias miran al peculiar visitante, que sujeta con su mano izquierda la capucha mientras habla. Un austero saludo, intercambia pocas palabras con los vigilantes y prosigue su marcha. Observa la plaza del pueblo, tan sólo poblada por hojarasca y tierra que se levanta. Las casas tienen puertas y ventanas cerradas, apenas hay luz en el pueblo, ni siquiera de la posada, que también se ha aislado para prevenirse del temporal que acecha.

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