sábado, 17 de octubre de 2009

La historia del monje que ascendió a la cima

En un recóndito y santo lugar, donde el tiempo parecía transcurrir con inusual parsimonia siendo rutina el rezo de los feligreses, los monjes del Convento de la Palabra se encontraron tras una noche fría y tormentosa, su reducida cosecha hecha añicos. Ante esta perspectiva, los monjes tuvieron que sacrificar las pocas ovejas que tenían para obtener suficiente carne para el invierno, que se advertía implacable ayudado de multitud de picos grises, juntos como una dentadura de bestia.

La nieve llegó mientras los religiosos rezaban al dios que habitaba en lo alto de la montaña, el cual les permitiría sobrevivir a las duras condiciones que ofrecía aquel lugar náufrago de la civilización. La carne comenzó a escasear y un monje llamado Miguel Jacobo, decidió que era hora de hacer algo, la comida debía ser racionada. Estas raciones además, debían ser compartidas y dadas a aquellos que más las necesitaban. Así Jacobo, partiendo del ejemplo, daba la mitad de su ración a la monja Pluma, que aceptó sin reparos. Algunos siguieron el ejemplo, y gracias a ello se mantuvo cierta calma en el convento.

Sin embargo, pronto los que habían decidido reducir su ración comenzaron a debilitarse, alguno cayó enfermo y palideció asemejándose a un espectro de otro mundo. Jacobo también enfermó, su habitual semblante apacible, en el que se podía vislumbrar una sonrisa, se tornó en desconcierto y miradas perdidas. A su vez, pidió con su voz hablar con sor Pluma.

- Necesito una semana con mi ración recobrada y una pizca de la tuya ¿Te importaría traérmela? –preguntó el monje
- ¡Oh! Lo siento, no queda nada para el día de hoy
- Esperaré a mañana entonces, no te preocupes

Esperó el primer día tumbado en la cama, y sólo llamaron a su celda para traerle la correspondiente ración. A ese día le siguió otro, y otro, y Jacobo tenía la impresión de que sus raciones disminuían, ¿o tal vez eran sus esperanzas que estaban siendo mordisqueadas?

Al cuarto día decidió salir con las pocas fuerzas que le quedaban, a visitar a Pluma, encontrando como en su aposento se celebraba un pequeño banquete. Esta vislumbró el rostro del enfermo, mas no hubo efecto en su semblante, sólo el silencio que se desprendió de la situación. Aquella noche Jacobo escribió una nota: “Voy a buscar al dios Palabra a la montaña. Si él nos dio vida tal y como dicen nuestros escritos, podrá conseguir alimentos para mantenernos. Sin embargo temo que esos escritos sean erróneos. El dios Palabra estará de seguro vacío si no lo comprobamos, por ello, aconsejo a todos los monjes que acompañen las palabras con los actos”

Tambaleándose, sufriendo el gélido hálito de la noche y de la nívea tierra invernal ascendió el monje casi en un delirio, aunque sin descanso. Y una vez hubo ascendido contempló desde la cima como la noche se apagaba. Al amanecer, no había dios Palabra en aquella montaña, sólo las huellas del camino recorrido tras de sí, y frente a él, los humos de un pueblecito.

- Sin ninguna duda, el dios Palabra era un cascarón sin nada en su interior, al igual que aquella monja emanaba palabras conciliadoras, etéreas, sólo apoyadas en el soporte de la creencia que nunca se concreta. Después de todo para atravesar esa barrera de proferir palabras o de inacción hay que complementar el intelecto y la divagación con resultados y con intentos, frustrados o no. De lo contrario, si no hay relación dialéctica entre estos dos, seremos siempre unos sacerdotes, unos intelectuales de salón- Reflexionó Jacobo mientras caminaba hacia el pueblo en busca de alimento.

De los monjes que permanecieron en el convento sobrevivieron pocos. Nadie de los que marchó regreso a la afilada boca gris que execraba la creencia ciega en la palabra sin acción, o el hediondo desprecio por aquellos que actúan y deciden hacer algo.

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