Mano en la frente, ojos achinados
y el clásico tintineo en la cabeza. Patillas despertó, como tantas otras veces,
aquejado de ese martilleo irritante que te acompaña cuando has obligado a tu
cuerpo a procesar más alcohol del que puedes soportar. No recordaba mucho de la
noche anterior, aunque prefería tener la angustia de no saber que había hecho a
enfrentarse a sus verdaderas preocupaciones.
Pero ni siquiera la resaca hacía
que cada mañana, cuando miraba al techo al despertarse, cuando sentía el frío
tacto del suelo con la planta de los pies, se preguntase cuanto duraría allí.
Sus ahorros se iban agotando, y esta vez ya ni siquiera había un trabajo mal
remunerado que aplazase la vuelta a casa, como si fuese un niño. Y entonces
recordó que día era, y su mueca de hastío se transformo en una sonrisa. Levantó
la persiana y dejó que la luz entrase en el cuarto. Ni siquiera eso molestó a
sus ojos. Miró la batería, apelotonada en un rincón del cuarto. Con la espalda
corva, de puntillas como un cazador acechante salió de la habitación
percutiendo una batería imaginaria.
Y con el mismo paso volvió al
armario a coger la ropa. Se duchó y se afeito, respetando por supuesto sus
eminentes patillas. Se vistió y sacó su batería al salón. Comenzó a practicar
hasta que le entró hambre. Y fue la comida la que disipó los últimos efectos de
aquel martilleo en su cabeza que hoy había pasado a ser secundario.
A primeras horas de la tarde la
llamó, quería que viese su mejor yo, y además tenía una furgoneta en la que
poder trasladar la batería. La dejaron en el bar, y dieron una vuelta. Ella le
propuso tomar unas cervezas, aunque el simplemente tomo un refresco. No era que
rechazase la cerveza por norma, pero quería estar plenamente consciente aquella
noche. Al fin por la tarde se decidió a preguntarle si vendría a verlo. Un
compromiso lo impedía, esa fue la escueta respuesta que obtuvo. No mucho
después se despidieron, ya era de noche. Pero antes de volver al bar de su
concierto dio un paseo. Tan ensimismado andaba que se le olvido cenar, pero no
lo suficiente para que se le olvidara su cita, a la que acudió rápidamente
cuando se dio cuenta que la hora había llegado. Algo cabizbajo, decepcionado,
entro en el bar. Allí estaban el Abuelo y Botines. Estrechó sus manos
recuperando la compostura. Ellos estaban ahí, e independientemente era su día,
no iba a consentir que fuese como el resto. Su efecto podía ser muy superior al
de cualquier bebida, sólo que con un martilleo agradable en su cabeza. Mirando
al frente, a los todavía escasos clientes del bar, se sentó tras la batería
deseando empezar.
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