martes, 25 de junio de 2013

Capítulo VIII: Se desata la tormenta


A pesar de venir con un dinero extra que supondría una alegría para la tripulación, bajo la capucha el rostro de Shakes no asomaba ni mucho menos complaciente. Cuando entró a la tienda, le dijo a los hombres que le acompañaban que descansaran. Estos abandonaron la estancia, dejándolo a solas con Barbablanca.

Fue franco, aunque la mercancía se había vendido con éxito colocando pequeñas cantidades en distintos mercados para no llamar la atención, dudaba de la capacidad operativa de sus naves para volver a conseguir mercancía. En el tiempo que había estado fuera, los rumores de las poblaciones limítrofes a la costa eran unánimes, algo se cocía dentro de la fortaleza de La Vigía. Los rumores variaban en cuanto al número de embarcaciones, pero lo que estaba claro era que estaban reforzando la seguridad en el peñón amenazando con saturar sus muelles.

-Si volvemos a atacar tan cerca de El Estrecho, podéis darnos por muertos, y bien sabes, Barbablanca, que no es esa mi intención en absoluto. No he sobrevivido durante tanto tiempo para ahora suicidarme- argumentó Shakes.

-¿Y quién ha dicho que tenemos que atacar tan cerca de esa zona? –espetó Barbablanca.

-Nuestro querido benefactor, ¿no recuerdas?

-¿Y por qué habría de enterarse? Lo único que le interesa a ese ricachón es eliminar a la competencia sin tener que preocuparse de que su cómodo sillón esté en peligro. Mientras no amenacemos eso, todo irá como la seda. A quien buscan cazar esos barcos es a nosotros, sólo tenemos que ser más rápidos y listos que ellos. 

Así pues decidieron que atacarían en territorio que no estuviese controlado por la flota del Imperio. Acordaron que lo más indicado era mantener el campamento en zona neutral para evitar que se pudiesen relacionar los ataques con su mecenas. Desmontar el campamento y levantar otro podía además ser nocivo para la moral de la tripulación, que ya había hecho un gran esfuerzo construyéndolo. Hechas estas reflexiones Barbablanca habló con los capitanes de las diferentes embarcaciones y luego lo comunicó al conjunto de la tripulación. Sólo quedaba hacer los preparativos.

En un par de días estaba todo empacado y listo en las embarcaciones. Sólo un pequeño grupo de cinco marineros se iban a quedar en tierra, el resto, se enrolaría en su respectiva nave para tenerlas completamente operativas. Entre los que se quedarían en tierra se encontraba Satara, un par de corpulentos marineros de la tripulación de El Toro con los que no había hablado mucho, y dos de la de Ahmed de piel bronceada y ojos rasgados con los que eventualmente había charlado.

Al mando quedó Mario, el más alto de los hombres que había dejado El Toro. Tenía la cabeza afeitada y la piel surcada por pequeñas heridas y cicatrices, algunas camufladas entre las incipientes arrugas que comenzaban a extenderse por su recio rostro. En el campamento quedaron muy pocas provisiones así que Satara se encargó de cazar algunos animales mientras los hombres de Ahmed se acercaban al pueblo para comprar leche, pan y algo de vino. 

Los días siguientes a la partida de los barcos fueron tranquilos. Satara podía permitirse mientras cazaba algunos animales hacer acopio de adormidera para mitigar el dolor. Con lo que había recolectado previamente tendría para varias semanas. Aprovechó también para construir un rudimentario maniquí con el que poder mantener fresca su técnica. Aunque podía utilizar cualquier tipo de arma la cimitarra no era con la que se encontraba más cómodo así que aún debía acostumbrarse a su curvatura y a su peso hasta que tuviese la oportunidad de encontrar un arma a su medida.

Al final del día los guardianes del campamento se reunían alrededor de una botella de ron, y encendiendo una pequeña hoguera contaban anécdotas de su vida. Firas, uno de los marinos de Ahmed, siempre solía empezar con alguna historia y luego incitaba a los demás a contar las suyas. Halim por su parte esperaba reservado escuchando. Siempre retrasaba su intervención al final, buscando que la conversación se alargara lo suficiente como para no tener que hablar. El compañero de embarcación de Mario, Sabino, que por su juventud y su físico vigoroso había tenido éxito entre las mujeres  del pueblo, se jactaba de sus aventuras en las diferentes ciudades y pueblos donde su barco había fondeado.

A finales de semana, Firas señaló que no había visto durante el día embarcaciones pasar junto a la costa durante los últimos dos días. Mario estaba inquieto, e hizo alusión a que Barbablanca tardaba demasiado en volver con el botín. Halim, que solía esperar a que el ron le desatase la lengua, trató de tranquilizar los ánimos explicando que probablemente estarían buscando una presa más asequible, porque el Imperio habría reforzado la seguridad de sus navíos. Mario y Firas se tranquilizaron mientras Satara permanecía en silencio y sin gesticular.

Tratando de reorientar la conversación Firas preguntó a Satara: -Oye, no he podido evitar mirar tus manos y alguna de las manchas de tus brazos, ¿es grave?

Satara se tensó por un momento antes de responder.

-No te preocupes no es contagioso. De momento podéis seguir contando conmigo para vigilar esto.

-Nunca había visto este tipo de síntomas para una enfermedad, aunque tampoco es que sea un experto, ¿Sabes de que se trata? 

-Un curandero me dijo que existía la posibilidad que se extendiese por la piel, cuando acudí a él apenas estaba en las yemas de los dedos. También me aseguró que no debería incapacitarme así que no hay nada por lo que temer.

-¿Por eso eras prisionero antes de que te liberáramos?

-No, esto- dijo haciendo un gesto con su mano- no fue. Me capturaron porque era problemático para ellos. Pero sería una historia para varias noches, y tengo ganas de escuchar a alguno de los presentes. ¿Cuánto tiempo lleváis junto a El Toro? –preguntó refiriéndose a Mario y Sabino.

Siguieron conversando durante una parte importante de la noche hasta que agotaron la botella de ron. Todos se acostaron excepto Satara, que permaneció de guardia hasta que las primeras luces se reflejaron en el mar, trayendo consigo una brisa fresca mientras que las nubes se volvían grises y por el momento sólo amenazaban con descargar agua. Despertó a Mario y se fue a dormir, aunque el reposo no duró demasiado.

A media mañana la voz de Mario avisando al resto de marineros lo despertó. Cuando se incorporó lo vio señalar al mar. La imagen de unas aguas mansas había sido borrada y estaba ocupada por decenas de embarcaciones que viajaban hacia el sur. En sus banderas, ondeaba el sol de Luminarië, era la Flota Imperial.