sábado, 26 de noviembre de 2011

Capítulo III: Mar



Tras un monótono día de travesía el barco fue atrapado por el manto de la noche, que consiguió desplazar al anaranjado astro que declive, y en lugar de este floreció en lo alto una luna de resplandor suave y forma curva sin llegar a ser redonda, en una armoniosa perfección imperfecta. La luz se proyectaba en la bodega, frente a la celda, dibujando una cuadrícula que parecía un tablero de ajedrez. Satara observó durante un rato, con una sonrisa en el rostro, y luego, comenzó a reír. Su voz sonó atronadora en el silencio de la medianoche, y los guardias que reposaban en silencio miraron al prisionero, que no dejaba de emitir estruendosas carcajadas mirando lo que se proyectaba sobre el suelo. Se puso entonces este en pie, y levantó los puños hacia el cielo. Fortuna, de nuevo se te escapa la victoria, de nuevo, mi fracaso, no significa tu victoria, y de nuevo tenemos frente a nosotros en tablero con suficientes piezas para combatir-Reflexionó en voz alta ante la estupefacción de los guardias.

Pronto ordenaron a Satara guardar silencio, ignorando este la orden, que se repitió en un tono agresivo:- ¡Hereje! ¡Cierra tu boca o te corto la lengua

- ¿De verdad? ¿Con que autoridad? ¿Luminarie tal vez? Siento decepcionarte, pero si ese patético dios existiera ya estaría muerto. Pero si te reconforta, adelante, acaba con mi lengua, trata de arrebatarme la vida, vida en la que nada tengo que perder, sólo la posibilidad de acabar con algún peón más, quien sabe si derrotaré al rey-argumentó Satara con evidente sorna.

En ese momento llegó Sigfrid con un par de soldados a sus espaldas, y preguntó acerca del ruido a aquellas horas, respondiendo el prisionero que estaba haciendo honor a la locura y herejía que le habían atribuido, que era divertido probar la incompetencia de sus hombres. El capitán ordenó a los soldados que estaban de guardia ir a descansar, mientras él permanecía con el prisionero.

-Los traidores como vos y los enemigos del Imperio evitáis la prosperidad, la paz y la posibilidad de progresar –argumentó Sigfrid.

- Sólo tendremos alguna posibilidad de llegar a la paz y al progreso cuando los defensores y ostentadores de vuestra sociedad sean eliminados.

-Siquiera sois capaces de mantener la dignidad y aceptar vuestro destino en vuestros últimos momentos de vida, reconociendo vuestra culpa.

- Toda dignidad que pudiera haber alcanzado me ha sido arrebatada por este mundo, un mundo orquestado por el reinado de los “enviados” de Luminarië. Recuperar o conseguir esa dignidad sólo es posible a través de vuestra desaparición –contestó Satara esbozando una sonrisa.

- Veo que eres irremediable…tu muerte será un alivio para el mundo

Después de conversar se produjo un incómodo silencio. La mirada de Satara se concentró en la búsqueda de la Luna, que apenas salía de entre las nubes oscuras. Una brisa fresca y salada llegaba hasta la bodega, por un momento, el preso cerró los ojos ignorando la mirada atenta de Sigfrid.

El sonido de un alarido que se apagó casi al iniciarse sobresaltó a ambos. De inmediato el paladín se puso en guardia y echo la mano a la empuñadura. Satara, se limitó a esbozar una sonrisa y mantenerse en la misma posición, observando el desarrollo de los hechos. Las hojas de metal pronto comenzaron a danzar junto a las voces y órdenes, formando parte de una caótica melodía.

En la cubierta, los cuerpos caían, cortados, tornándose en cadáveres que se alcanzaban a ver desde la bodega, y cuya sangre se colaba entre las rendijas que daban a esta. Sigfrid se lanzó al combate y se perdió en el fragor de la batalla.  La voz del paladín resonaba entre los gritos, dando aliento y ordenes, mas pronto perdió vigor y precedió al silencio. Después del silencio una voz desconocida comenzó a dar órdenes desde arriba, y de nuevo los tablones de la cubierta volvieron a moverse instigados por las botas de los marineros.

Un hombre de piel morena y barba descendió acompañado de un pelirrojo que vestía ropajes blancos y llevaba en las manos una ballesta. Examinaron al prisionero y el resto de la bodega. Mientras tanto en cubierta iban arrojando los cadáveres por la borda y se escuchaba el sonido de los cuerpos siendo engullidos por  el mar. Se podía oír también ruido de objetos que caían al suelo, probablemente debido a un registro encomendado por el capitán de los navíos atacantes. En la bodega, encontraron sólo vino, el marinero moreno saco la bota de su alforja y la rellenó, mientras el individuo de los ropajes blancos volvía a cubierta.

Satara permanecía en su posición, observando lo que se hallaba a la vista y agudizando el oído, tratando de desentrañar los sucesos que sus ojos no eran capaces de descubrir. En la superficie se escuchaba al capitán mandar tomar las armas de los prisioneros. En ese momento se pudo percibir una voz que señalaba la presencia de un prisionero en la bodega, e inmediatamente bajaron un par de hombres y abrieron la jaula en la que estaba encerrado Satara. Este se levantó y avanzó acompañado por el sonido de los grilletes. Miró a los prisioneros de los asaltantes, la mayoría llenos de magulladuras y cortes. Fue puesto inmediatamente en aquel grupo, rodeado por los hombres con armas. Entre ellos destacaba un hombre de barba blanca y un ancho sombrero negro como el azabache. Su rostro dejaba ver una cicatriz en su ojo derecho que se extendía hasta el carrillo. Sus manos estaban apoyadas en la empuñadura de un sable que clavado en los maderos, servía como bastón. Todos esperaban expectantes a que este se pronunciara, mientras tanto, tras él, el hombre de túnicas blancas, encapuchado, lanzaba una moneda al aire y la recogía con la habilidad de un versado prestidigitador.

Después de unos incómodos segundos el capitán se pronunció: - Bien, humildes y lastimeros derrotados, tenéis dos opciones por delante; Por un lado habéis matado a unos cuantos de mis hombres en la refriega y en compensación por ello podéis elegir cubrir sus antiguos puestos abandonando toda ley anterior y atacando la ley del mar, la Ley de Barbablanca; Si decidís tomar otra senda, adelante, id y llorad a vuestras madres al fondo de las aguas. Por último, y no menos importante, las plazas son limitadas, sólo quince podrán acceder a esta deliciosa oferta.

Hubo unos segundos de indecisión para todos los prisioneros excepto para Satara, que ya había levantado sus manos engrilletadas. A la vez observaba con atención y percibió inmediatamente que Sigfrid no se hallaba entre los prisioneros. No pudo evitar arquear una ceja, y mientras hacía este gesto, algunos cautivos alzaron la mano. Al principio, sólo cinco, después diez, un instante después la lealtad de los soldados hacia Luminarië se quebró y la cifra superó los veinte. Al ver esto, Barbablanca echó a reír y aplaudió con fuerza. Hizo una pausa y dijo: -Perfecto, parece que hoy habrá algo de diversión para mis chicos, ¡A los tipos honorables, atadlos con una cadena y que vayan al fondo del mar!, el resto, ¡Competirán!

Un grupo de marineros ejecutó con normalidad las órdenes de su capitán, acallando la resistencia de los que iban a ser ejecutados con alguna estocada con el sable. Los llevaron hasta la borda y empujaron hasta el mar, y allí, en sus fauces, se perdieron para no retornar jamás. Muchos de sus compañeros que habían levantado la mano desviaron la mirada en espera de su destino.

Barbablanca se frotó las manos y profirió un “¡Bien!”. Mandó inmediatamente tomar a dos prisioneros y entregarles dos puñales. El marinero moreno de la bodega se acercó a Satara y le entregó un puñal y susurró a su oído: - Ahí tienes tu oportunidad para pagar a quienes te habían encerrado allí. Se levantó aún con los grilletes y pidió ser liberado de ellos. El capitán mesó su barba y ordenó que sólo retiraran los de sus pies, que si ganaba harían lo mismo con los de sus manos. Un hombre fornido que portaba un hacha golpeó varias veces en las cadenas que unían los grilletes de ambos tobillos. Tras dejar huella en cubierta, los golpes surtieron efecto y el cautivo, ahora combatiente, se preparó para la batalla.

Empuñó su arma y miró fijamente a su rival. Parecía un soldado experimentado, pues a pesar de la expresión de desconcierto sostenía la daga sin temblores. Ambos se observaron sin atacar, pero con los puñales amenazantes hasta que de súbito Satara se abalanzó sobre sus enemigo. Hábil, su antiguo captor rodó hacia un lado para esquivarlo y trató de apuñalarlo por el costado. Apenas rasgó su armadura de cuero Satara retrocedió, y ambos volvieron a estudiarse desde la cautela. Esta vez fue el soldado el que pasó a la ofensiva, dirigiendo su puñal al pecho de su enemigo. No obstante, Satara, hábil, pudo esquivarlo y atrapar su brazo. Su hoja no tardó en quedar clavada en la yugular del enemigo, del que se desprendió en cuanto dejó de intentar moverse. No evitó sin embargo quedar empapado por la sangre que emanaba sin cesar desde el cuello del difunto.

-¡Bravo! ¡Un magnífico primer combate! ¡Siguiente! –exclamó Barbablanca

Mientras la segunda pareja combatía Barbablanca ordenó liberar por completo a Satara. De nuevo, al borde de la muerte, la vida había resurgido con fuerzas renovadas. Uno de los piratas se acercó, y esbozó una extraña mueca al visualizar la superficie escamosa en sus manos. Sin embargo, a pesar de la mueca, permaneció en silencio y volvió a su puesto. Una hora después, ya se había seleccionado a los nuevos tripulantes. Los cadáveres, fueron arrojados al mar y se perdieron flotando arrastrados por la marea.






Capítulo II: Viaje


Ahora se mueve, con paso firme, decidido, embotado en un manto de pieles, armado con una compañera que en tantos viajes le había acompañado, su arma, su defensa, la única que permanece a su lado. La blancura del paisaje es gruesa, ya no nieva, pero los rayos del astro no han conseguido disiparla, dejando un rastro de agujeros gemelos, que desciende, atravesando cuestas empinadas, laderas, y desfiladeros, sin detenerse, con ritmo constante, monótono. No debo parar –piensa- no tengo comida y esas nubes de allí, es posible que al atardecer me alcance una ventisca.

Los pasos se aceleran a medida que el Sol se alza, crece, e ilumina las bastas tierras del mundo, desde oriente, hasta occidente. Sin embargo, no siempre es bien recibido, en la nieve, Satara entrecierra los ojos, el reflejo de los refulgentes rayos es cada vez más molesto, y aunque lleve el rostro cubierto siente los rayos de Sol como dos profundos y maliciosos ojos, que se clavan en su nuca, intentando escrutar sus pensamientos. Dedica una breve mirada a los picos de las montañas más altas, blancos como una bandera de tregua, pero manchados por pequeñas motas de polvo, rocas que asoman en su superficie. Luego, mantiene la vista en el frente, no puede bajarla, pues dará con el reflejo de los incómodos y alargados dedos luminosos, pero tampoco alzarla, porque dará con el astro del que emanan. Todo comienza a hacerse pesado, ya es mediodía y el paso se debilita por unos instantes, el hambre y el desanimo que habían caracterizado su ascenso al castillo amenazan con retornar. Pero, esta vez no, ahora tengo un objetivo, una meta, más allá de la propia supervivencia, si sigo aquí, es para luchar –piensa la figura que avanza solitaria por la cadena montañosa. Aprieta el paso, avanza con convicción, como un guerrillero lo haría por su geografía, como un animal se desenvuelve en su hábitat, y sin embargo, no ha pasado tanto tiempo en ese lugar como para comportarse como tal.  Árboles empiezan a vislumbrarse en la lejanía, Satara esboza una breve sonrisa y emite un gruñido de satisfacción. Fuerza el paso aún más, sus pies se resienten, dentro de las botas, pero él no presta atención a sus demandas, reta a su resistencia, tensa la cuerda, y no se detiene. La masa boscosa, comienza a tomar forma, el compacto conjunto de antes comienza a ser una agrupación de abetos y pinos individuales y más espaciados, a su vez el camino desciende, y los picos se vislumbran cada vez más lejanos. A medida que el Sol comienza a descansar sobre el oeste, se escuchan algunos cantos de pájaros aislados, de vez en cuando varios, que provienen de la ya cercana vegetación. Satara no tarda en caminar bajo los árboles en un suelo helado, aunque con pequeños núcleos verdes o de tierra húmeda. El pueblo ya no queda muy lejos, con suerte dormiré bajo techo- se dice-. La nieve, parece retroceder, las botas empapadas comienzan a arrastrar el barro del camino que se vislumbra, primero como un débil surco, luego, excavado en la tierra, como el cauce de un río. El sendero desciende, y con él los pasos de Satara, cuyos ojos ya distinguen en el horizonte la empalizada del pueblo y los tejados de madera de las casas. El Sol también desciende, y cuando llega frente a la entrada de la población, la luna ya reina en lo alto, aunque de vez en cuando se ausenta, ocultada por unos densos nubarrones que se mueven silenciosos por las alturas. A ras de suelo, ese movimiento también se percibe, la capa se agita mientras los guardias miran al peculiar visitante, que sujeta con su mano izquierda la capucha mientras habla. Un austero saludo, intercambia pocas palabras con los vigilantes y prosigue su marcha, observa la plaza del pueblo, tan sólo poblada por hojarasca y tierra que se levanta. Las casas tienen puertas y ventanas cerradas, apenas hay luz en el pueblo, ni siquiera de la posada, que también se ha aislado para prevenirse del temporal que acecha.

Sus nudillos golpean repetidas veces la recia puerta. Un sonido férreo puede percibirse, el engranar de dos superficies metálicas. La puerta se abre, un hombre arrugado de cabellera gris, desparramada y poco abundante, estudia al posible huésped con ávida mirada. Después de varias preguntas inquisitorias, ambos entran en el local. Los tablones de madera que componen el suelo están húmedos y se atisban huellas de botas, grandes pies, pequeños pies, que se cruzan en un caótico mosaico. Hay varias mesas, la mayoría pobladas de abundante cerveza y jarras vacías, y desde ellas algunos ojos se posan en el individuo que acaba de entrar, que ha resuelto no descubrir su rostro. Avanza hacia la barra detrás del posadero, y le dirige unas palabras que son correspondidas con un desdeñoso movimiento de cabeza seguido de unas voces que transmiten el pedido a la cocina. Cuando le entregan su comida, este saca unas monedas de su saquillo de cuero, y después de contarlas se las entrega al posadero que las recoge ávido observando como aún quedan más dentro. Satara hace un gesto con el dedo índice señalando a las escaleras y tras la barra cogen una llave y la dejan sobre la mesa, esperando al tintineo de los oros, que no tardan en descender uno tras otro, hasta dar con la madera.

Las escaleras se retuercen ruidosamente mientras asciende el encapuchado y algunos de los clientes de las mesas miran como este sube, con agrios y desdeñosos rostros. Una vez llega a su habitáculo, se sienta sobre la única mesa de la sala, y tras descubrir su rostro, dedica sus energías a ingerir el alimento con rapidez. Luego, revisa su diminuta arma oculta en su bota izquierda y deja su katana a un lado de la cama. Tras esto se desploma sobre la misma, agotado por el cansancio.

Satara despierta de repente, ante incesantes golpes que se suceden desde el otro lado de la puerta. En la habitación oscura alcanza su arma y abre las ventanas, dejando que la luz del alba penetre en la estancia. Desde detrás de la puerta varios individuos repiten al inquilino que abra la puerta, a la vez que la golpean, hasta que, finalmente, cede. Entran un par de guerreros, ataviados con el símbolo de Luminarie en el pecho.

-¿Es usted Satara? –inquiere uno de los soldados con armas en mano, de rostro pálido y nariz alargada y ganchuda.

-¿Cambiaría algo que no lo fuera? ¿Acaso puedo irme si digo que no? –Responde Satara en un tono amargo, mientras desenfunda su afilada hoja y espera junto a la ventana.

- Le recomendaría que no tratase de escapar, no tiene ninguna posibilidad, así que deje ese arma y responda a mi pregunta-insiste el guerrero, mientras agita su espada cortando el aire que lo separa de su interlocutor.

-Venga usted a detenerme, el gasto de energía que conllevaría que me desplazara a su posición no tendría su justa retribución –contesta esbozando una sonrisa ladina.

Se disponen los guerreros en un semicírculo ante una orden de su capitán, dejando a Satara entre la ventana y la soldadesca. Se acercan, con armas en mano, más cautelosamente y sin blandirlas, pues de momento el inquilino no hace ningún gesto hostil. Cuando la mano de uno de ellas agarra la muñeca de Satara, este alza su pierna en un movimiento ágil desplazando el brazo captor e impactando en las fauces de su enemigo, que no tarda provocar un sórdido sonido al caer sobre los tablones de madera que componen el suelo. De inmediato se suceden las estocadas de los cuatro guardias restantes que lo cercan. Ante la primera, se desplaza hacia detrás, en un salto, sobre el borde de la ventana, y desde la ventajosa altura, el resto de movimientos ofensivos se extinguen como la vida de un moribundo. Desde allí, encaramado como lobo en un risco, defiende su posición ante los inútiles esfuerzos de sus rivales, que en vano tratan de hallar la manera de traspasar el telón de acero que supone la liviana pero mortífera katana de Satara. De repente, cuan ave tratando de alzar su vuelo, se lanza desde la ventana, que dista unos dos metros del suelo, ante la mirada estupefacta de los presentes. Al caer sus rodillas se doblan, y su mano izquierda se apoya en la húmeda tierra, que araña palpando su textura, mientras trata de resistir el dolor causado por la caída. Cuando consigue mirar a su espalda, diez soldados más preparan sus armas frente a él, y pronto estrechan un círculo, que Satara en vano trata de romper, lanzándose sobre uno de los guerreros. A cambio recibe varias estocadas, que rasgan su armadura, algunas de ellas su piel, dejando brotar entre cauces de carne ríos carmesíes. Intenta resistir en vano durante unos segundos más, pero es apresado, desarmado y engrilletado por fuerzas superiores y en mejor estado, que además cuentan con refuerzos que comienzan a llegar desde otros lugares. Finalmente llegó su capitán, que hace no demasiado hablaba con Satara en aquella habitación. Este dedicó unas cuantas palabras al ahora preso:

-Se lo recomendé y no me hizo caso, mire cual es el resultado.

Satara guardó silencio y empujado por los guardias atravesó el pueblo, mientras algunos campesinos curiosos observaban el desenlace del peculiar incidente y al nutrido grupo de soldados-alrededor de cincuenta- que escoltaban al prisionero, de insignias y armaduras más caras que las que vestía la milicia del pueblo. La comitiva abandonó la villa ya bien provista de barro formado en la noche anterior, en especial Satara, que cada vez que detenía sus pasos, era empujado y golpeado por los guerreros que lo vigilaban de cerca, y en consecuencia algunas veces, arrojado al fango. Avanzaron varios kilómetros, dejando atrás el paisaje lejano de las montañas, y encontrando por el contrario una zona de verdes praderas, en las que de vez en cuando se encontraba a algún pastor y sus ovejas, que observaba con temor al batallón.

La marcha se detuvo frente a un alcornoque de ancho tronco, se ató al prisionero mientras la soldadesca reponía fuerzas sacando de sus alforjas sus respectivos almuerzos. De vez en cuando lanzaban alguna que otra sobra a Satara, que las tomaba con los dientes y lo comía en silencio, tragando tierra y hierba. Algún soldado hacia comentarios:-Mira a ese salvaje-comentaba uno de ellos. –Si, es deplorable, no se como habrá aprendido a hablar semejante monstruo-añadía otro. -¡Je! Y además hereje, una desgracia- decía otro mientras comía.

Continuaron cuando el Sol ya había comenzado a declinar, avanzando como sombrías figuras, como unas gotas de oscuro color que aportaban relieve al horizonte plano. De vez en cuando cantaban alguna canción que ensalzaba las hazañas de los guerreros del Imperio, finalizando siempre con un pomposo agradecimiento a Luminarie, tras lo cual alguno de los combatientes dedicaba una sonrisa con sorna a su maltrecho prisionero. La costa comenzó a vislumbrarse unas horas después de que comenzasen la marcha, cuando la luna ya reinaba en lo alto de la nocturna bóveda. Los soldados estaban cansados y su capitán, entendiendo por el ritmo de los pasos cual era la situación decidió hacer una parada junto a unos campos de trigo de una considerable amplitud que seguían adheridos al camino a lo largo de un kilómetro. Esta vez  no había ningún sitio sólido al que amarrar al prisionero, que guardaba un silencio sepulcral en el que sus labios no se despegaban y el resto de su cuerpo permanecía realizando unos movimientos mínimos, sus ojos cerrados, las manos enfangadas y aprisionadas por los grilletes,  las piernas flexionadas, ocultando el rostro. Decidieron entonces comer en varias rondas, para tener un par de guardas encargándose de que el privado de su libertad no volviera al estado de fugitivo. Mientras comían, el viento cobró una inusitada fuerza, y la grava, que allí no estaba humedecida por la lluvia, comenzó a separarse arrastrando pequeñas nubes de polvo y algunos hierbajos secos. Discutieron en la comida acerca de la estancia en el puerto, decidiendo el capitán que permanecerían el menor tiempo posible ante la importancia de que el prisionero llegara a la Áurea Ciudad.

La noche dio lugar al día, y el paso de los soldados continuó con la misma intensidad, se movían veloces, no por su paso de caballo, sino por la constancia y el tiempo dedicado al avance que hacían. En consecuencia al mediodía ya se vislumbraba la urbe de una forma definida a la que llegó la columna cuando la luna todavía no se hallaba acompañada por el manto negro. Entraron en la ciudad, siendo recibidos por un viento frío y húmedo, que se adhería a la dejando un pegajosa mucosidad invisible. La marca de los mares que no distinguía entre amigos y enemigos, ricos o pobres, afortunados o desafortunados, reyes o siervos.  Enseguida fueron guiados por la guardia de la ciudad, ante la atenta mirada de alguna lozana mujer que cargaba con el característico botijo y lo rellenaba remangada con una sonrisa lejana, soñadora, mientras que las más maduras mostraban una sonrisa forzada, que a veces se tornaba en mueca de desencanto. Los paladines dejaron la fuente atrás no sin seguir con sus ojos a las jóvenes susurrantes, y luego, ya con la vista en el frente, avanzaron hasta llegar al cuartel. Una vez allí los soldados fueron recompensados con un desayuno afortunado, el prisionero sin embargo como fortuna obtuvo el reposo en un calabozo de piedra, sin banqueta de madera sobre la que poder sentarse. Los capitanes a su vez, comenzaron a discutir sobre la situación.

-Esta hecho, lo hemos atrapado –sentenció el líder de los paladines con seguridad en sus palabras.
-Toda una proeza capitán Sigfrid, al fin se le podrá otorgar su merecido a este escurridizo proscrito-alabó el líder de la guardia de la urbe mientras se acomodaba en el asiento y encendía una pipa.
-Sin ninguna duda, pero para ello necesitamos un barco de inmediato, cada segundo que pasa, corre en nuestra contra, es un segundo más en el que esa criatura del mal escapa al juicio divino- argumentó Sigfrid poniendo ambas manos sobre la mesa de roble que separaba a los dos capitanes.
-Preparar un barco requiere algo de tiempo, pero trabajaremos con la mayor rapidez posible para que dispongáis de un navío para el viaje y dos de escolta. Creo que en un par de días podréis zarpar, entretanto sus hombres serán acogidos aquí como si fuese su acuartelamiento.
- No es necesario tomarse molestias a la hora de dedicar escoltas, tal vez no tener que poner a punto esos dos barcos nos de tiempo para tener todo listo antes.
- No es posible capitán, a menos que queráis ser atacados por piratas. En las últimos meses nos han llegado noticias de un alto índice de abordajes y saqueos en los mares.
-Parece que el mal sabe actuar de forma conjunta a la hora de evitar el juicio de uno de los suyos.

Conversaron durante algunos minutos más, y luego se unieron al desayuno con el resto de soldados, que habían acabado con gran parte de la comida servida.

Mientras tanto Satara daba vueltas en su celda, paseando sin descanso de un lado a otro con los puños apretados y la mirada en el suelo. Sus gestos eran acelerados y bruscos, su respiración, agitada. De repente propinó un duro golpe al granito de la pared con el puño, que se detuvo en seco sin provocar si quiera un rasguño en la pétrea prisión. Retiró con lentitud el puño para luego abrir la mano, descubriendo las yemas de los dedos teñidas en un color azabache. Trató de limpiar el oscuro color en su brazo, menos sucio, mas pronto descubrió que aquella superficie era áspera y escamosa, que se había adherido como una capa de piel. Ha empezado de nuevo- reflexionó para sí en un susurro.

Durante los dos días que permanecieron estacionados en la ciudad costera Satara apenas se movió, exceptuando la hora de la comida, compuesta de un solitario plato que sistemáticamente era engullido, del cubo de excrementos, y en ocasiones el tiempo en el que Sigfrid pasaba a realizar preguntas en las que casi siempre sólo levantaba la mirada guardando silencio, con unos ojos que en la oscuridad parecían encenderse en un tono rojizo, como las brasas crepitantes de una hoguera mal apagada. En aquel par de días, cuando la estrecha ventana filtraba la luz rauda que se adhería a las baldosas de granito, se observaba como el dorso de la mano comenzaba a perder su color natural, obteniendo a cambio aquel oscuro recubrimiento que como un miembro gangrenado y sin amputar ganaba terreno en su cuerpo.

El día de la partida llegó al fin, y la tripulación embarcó en un gran galeón, la Lumière. El prisionero, escoltado por cuatro guardias y reducido por cadenas en pies y manos, detuvo su mirada en el castillo de popa, donde se observaba un cuidado trabajo de carpintería, con volutas en la baranda. Luego, antes de ser enviado a la bodega, pudo ver los cuatro grandes palos que se encargarían de recoger el viento y llevarlo a su destino, y también vislumbró aquella odiada bandera, ese resplandeciente sol icono de la deidad, ese símbolo que había jurado representar primero y luego destruir, no sólo lo que representaba ese símbolo, sino a quienes lo controlaban y le daban forma, aquellos que en un tiempo fueron sus compañeros, tiempos en los que su inocencia y su esperanza se cristalizaron, y fueron desterradas y olvidadas. Como inmediata reacción sus puños se cerraron, mientras lo introducían en las sombras de la bodega, encerrándolo en la correspondiente jaula. Abandonaron el puerto escoltados por otros dos galeones de menor tamaño, entrando en un mar manso y con leves ondulaciones, que con la ayuda del viento soplando a favor eran traspasadas por el bulbo de proa. Sigfrid permanecía atento al avance de los barcos que se adentraban en la inmensidad del horizonte, dejando un rastro de espuma blanca que se dispersaba y desaparecía tras la embarcación. Después dio algún paseo, y finalmente subió al castillo de popa, charlando con el timonel, un hombre sin apenas dientes, de tez morena y rudas palabras. Mientras tanto en la jaula de la bodega, el prisionero permanecía en silencio, sentado, escuchando el crujir de los maderos, con su oído apoyado en la húmeda y áspera superficie del barco, tratando tal vez de escuchar el nítido sonido de las olas, el sonido del otro lado.

Capítulo I: Dicha y desdicha

La derrota creó la lucha, el cambio marcó el progreso y el progreso llevó a  una breve victoria. Para Satara todo comenzó con la derrota y así previno que había de terminar.

Frente a una robusta fortificación experimentó su cenit como avatar de la fe, como áureo caballero. Y como hereje se alzó en medio de un castillo níveo integrado en un homogéneo paisaje invernal. El Refugio, así fue nombrado aquel lugar de dualidad.

En aquel día de cambio, del fin del campeón, Satara permaneció largo rato observando la ahora anaranjada llave del portón. La nieve, impulsada por el viento, se acurrucaba en los recovecos de las grandes piedras que conformaban el muro exterior.

Al fin decidió entrar en lo que debía haber sido su hogar, con los últimos rayos de sol, que como un lejano fuego, se apagaban tras las montañas del oeste. Dentro, todo estaba oscuro, sin embargo los peculiares iris de Satara no parecían encontrar ninguna dificultad a la hora de percibir las telarañas apostadas en las esquinas, o el musgo que se extendía como una gran mancha hasta llegar a las escaleras del final del pasillo.

Entró entonces en una sala, en cuya puerta de roble había una inscripción ilegible por el paso de las inexorables arenas del tiempo. La sala era amplia y polvorienta, repleta de estanterías llenas de viejos libros que parecían no haber sido leídos desde tiempos inmemoriales. No había ventanas, tan sólo una oscuridad, si cabe más densa que en el pasillo, como si el humo negro de una gran hoguera se hubiese concentrado en la estancia. También había varias mesas y sillas, más cuando Satara tomó asiento, éste amenazó con quebrarse, emitiendo un crujido que retumbó en las pétreas paredes. Posó sus ojos en las repisas y en los tomos que residían en su cima, observándolos con lentitud, mientras echaba su capucha hacia detrás. Durante unos minutos permaneció así, como si tratase de escrutar el contenido de los libros desde su posición.

Su mano se desplazó hacia el corazón, y con fuerza apretó, rememorando tal vez algún recuerdo, mientras su ropa, escurrida por la presión ejercida, liberaba al agua de su cautiverio. Se levantó y caminó hasta la segunda estantería, para luego descubrir los títulos de los tomos, apartando con sus manos las polvorientas capas que residían sobre sus tapas.

Amontonó varios libros sobre una de las mesas, abandonando tras esto la estancia y regresando con una vieja botella rellena de un líquido rojizo, quizás vino. Después, sacó de uno de los bolsillos de su capa un gran trozo de pan, humedecido y arrugado, que no dudó en devorar, mientras de vez en cuando paraba para acompañar el sólido con el líquido residente en el interior del vidrio. Acabó con la comida en apenas un minuto, su hambre no parecía haber cesado en absoluto y dio un par de tragos seguidos a la botella antes de centrar su mirada de nuevo en los libros. Las páginas del que sostenían ahora las manos de Satara no parecían afectadas por el paso del tiempo, presentaban un pálido color que contrastaba con el resto de los libros. Miró la tapa, y las muescas escasamente ornamentadas que conformaban el escueto título del volumen, Ciencia biológica. Era un título antiguo, y ya pocos conocían esas palabras, pues habían sido engullidas por la alquimia, que a su vez se relacionaba de manera muy estrecha con la Iglesia, hasta el punto en el que sólo los sacerdotes podían nombrar a los alquimistas permitiéndoles la aplicación de sus conocimientos. En el rostro de Satara asomó una leve sonrisa que volvió a esconderse tras un breve instante, mientras abría el libro. La primera página sólo contenía una escueta frase que rezaba “La sangre es vida y la vida es roja, si quieres conocer la vida, interroga a la sangre”

“Silencio, rojo líquido que desciende por las páginas ancianas pero frescas, revelando la verdad que bajo nuevas letras ahora muestra, como la luna pálida baña con su etéreo resplandor los que antes habían sido dominios del áureo astro. Se dibujan arcaicos caracteres, que descompondrían los rostros de los avariciosos sacerdotes, para luego tornarlos en severidad y finalmente enviarlo a las crueles y corruptas llamas purificadoras o a un cuarto oscuro, a disposición de la carente curiosidad de esas alimañas que se ocultan tras sus elegantes trajes o sotanas, y que ocultan sus rostros bajo las caretas  de la verdad y la bondad.

Ahora, digo yo, la venganza es mía, mía y de la verdad, de lo ya escrito, que fue mutilado, torturado, o envenado, es la venganza de la última de las páginas”

Pasó unas cuantas páginas y los caracteres se mostraban viejos y desgastados bajo un fondo blanco y pulcro en el que no existían los borrones. Había también algunos dibujos ilustrativos que aún conservaban la mayor parte de la información, aunque los colores estaban lejos  de un preciso colorido que pudo haber mostrado en sus lejanos inicios como tomo. De repente, su mano dejo de pasar las páginas y se detuvo, alzando su pierna izquierda con su fría y desgastada bota, de la cual sacó un pequeño puñal serpenteante de hoja  tan afilada como la de una mortal guillotina y de una manufactura exquisita, donde que se podía apreciar  como el símbolo de una llama recorría de manera elegante el liviano pero peligroso metal. Luego, sirviéndose de su otra mano escurrió su oscura capa, perdiéndose las gotas bajo el asiento de roble, buscando refugio en los surcos del granítico suelo. Dejó la punta sobre la mesa, mientras jugaba con el puñal, más lo dirigió de manera furtiva  hasta cortar cerca de su mano, arrancando un pequeño paño. Después de esto posó el arma sobre la mesa y cogió la botella, de nuevo, arrimó el líquido a sus labios manteniéndolo durante unos instantes en su boca, para acto seguido escupirlo en el negro trapo.

El trapo no tardó en cubrir la página, y en consecuencia lo que antes era blanco, se tornó en rojo, extendiéndose hasta los bordes. Sin embargo pronto comenzó a desparecer y mientras el color comenzaba a desmoronarse unas letras se dibujaron. Comenzaron a cobrar sentido, y pronto aparecieron algunos trazos, que incluso se superponían a los anteriores formando imágenes  cambiantes sobre la tinta negra visible sin verter el líquido. Las explicaciones aparecían escritas en los márgenes, expresadas en una lengua extraña y antigua que pocos tenían la fortuna de conocer, lo que significaba cargar con ella o extinguirse junto a ella. Los ojos de Satara, antes cansados, despertaron de su letargo y  comenzaron a descifrar la información a cada vez mayor velocidad, como un leve fuego avanza en una tórrida tarde de verano. A medida que las imágenes avanzaban, se hacían cada vez más borrosas, hasta que al fin terminaron por borrarse, dejando de nuevo a la vista un tomo en apariencia común.

Pasó un día entero sin salir de aquella estancia, sólo cuando necesitaba más botellas para mantener el libro activo, alimentándose únicamente de la mohosa cerveza agolpada en la bodega, apartadas del vino, arrinconadas y olvidadas por todos excepto por aquellos que también habían sido olvidados por el mundo exterior: alguna rata, arañas, hongos, bacteria. Hacía días que no dormía, apenas comía, pero sin embargo había sobrevivido el camino hasta la morada, y aún allí se resistía a abandonarla por el momento, apretando los puños, concentrando su mente en la información, golpeando la superficie de madera de vez en cuando con sus manos enrojecidas y lesionadas ya por el efecto del incesante frío y la agobiante humedad. Al fin, consciente de que no duraría mucho más en aquella situación, decidió fijar su partida para el alba del día siguiente.

Cuando el áureo astro alcanzó su punto más álgido Satara hizo una breve pausa, había encontrado una pequeña rata, que corría cerca de la primera estantería de la sala, hacía la esquina. El caballero siguió con la mirada a la rata, mientras tomaba el puñal de la mesa, y con extrema cautela, comenzó una silenciosa pero rauda persecución. La rata, ignorante de su destino se disponía a doblar la esquina cuando encontró a un gigante que se alzaba ante el y dos enormes manos, que como tenazas resueltas a actuar se aproximaban inminentes. Más ágil que su rival, esta se zafó del cerco impuesto por su acechador, más cuando cantaba victoria dedicando una mirada burlona a las torpes manos, sintió una gran presión en su cola, no podía seguir corriendo. Luego, las manos se acercaron y los dedos tomaron al animal como lo hubieran hecho unos estrechos grilletes de acero, reprimiendo los vanos intentos de la rata por escapar. Satara contempló el pequeño ser vivo durante unos instantes, después, rió por un momento antes de que una violenta tos lo sacudiera.

-Es curioso-dijo en voz alta cuando se repuso, mientras contemplaba a la rata- que un día te encuentres en la cima, coronando un hermoso castillo del que eres dueño, o guardando tan sólo un bien espectral llamado felicidad, y que al día siguiente seas arrojado a las llamas, enviado al foso del castillo, y que aquel bonito bien espectral se convierta en una terrible pesadilla que devora tus mismas entrañas. Supongo que no todos tenemos dinero para mantener un castillo, pero unos pocos si pueden permitirse el lujo de disponer incluso de un foso para arrojar a aquellos que no desean, y supongo que eso es lo que te ocurre a ti, pequeña rata, caída en foso ajeno- Se detuvo un momento, dejando al animal en una mano, más luego la deshizo levemente de la dura prisión, antes de acabar finalmente con su vida, atravesando el cuerpo con el afilado arma que empuñaba- Pero no te apures mi joven y mortecina rata, el suelo de los castillos a veces es resbaladizo y puede empujar al poderoso al fondo, reuniéndole con las fieras, con las bestias que ha dejado, que ha creado en su interior.

Observó como la sangre caliente se extendía, tiñendo su mano hasta desbordarla, dejando que algunas gotas se fundieran con la gris piedra. Luego, buscó unos leños de sillas o muebles quebrados y los amontonó, para acabar haciendo una pequeña hoguera, en la que el cadáver de la rata encontró un cálido baño de llamas, y un estruendoso recibimiento en el estómago de su captor. Después de esto, prosiguió su estudio hasta la caída del astro dorado y la llegada de la esfera argéntea, a la que homenajeó con una pobre comida, que no era otra que la cebada contenida en aquella cerveza de dudosa calidad. Siguió con sus estudios hasta que el cansancio venció al guerrero, el cual se desplomó frente a la mesa con sus ojos pegados a las páginas que ya no mostraban figuras en movimiento, permanecían silenciosas y discretas.

Las primeras luces iluminaron los pasillos del castillo y también un leve resplandor alcanzó la biblioteca dando fin al breve descanso de Satara. Alzó su cabeza sobresaltado y luego miro hacia todas partes hasta detenerse en el tomo, que cerró y colocó en el lugar en el que se encontraba antes de su regreso. Rellenó su petaca de cerveza y luego subió las escaleras por primera vez desde que había entrado en aquella gélida construcción. La planta era amplia, pero había menos salas que a ras de suelo, tan sólo cuatro visibles, con letreros que aún conservaban sus caracteres en condiciones de ser leídos. En las paredes del oeste de la sala, se posaban los brillantes rayos matinales, descubriendo las inscripciones de las puertas, “Zona de reposo”. Caminó hacia la parte meridional hasta detenerse en una puerta doble, amplia y robusta, también con una inscripción, “Sala del Consejo”. Abrió la puerta,  descubriendo en el interior de la sala una mesa circular y caliza, rodeada por una serie de asientos altos e imponentes, compuestos de los mismos materiales que la mesa.  La estancia tenía una pequeña abertura  en la pared que miraba al este, por la cual se colaban finos rayos que se proyectaban sobre la superficie pétrea del mueble. Quedó unos instantes inmóvil con la mirada perdida y luego bajó la cabeza hasta mirar el suelo, para, sin previo aviso, cerrar la puerta de una forma violenta que hizo que el sonido se expandiera por todo el castillo.

Finalmente visitó la sala oriental que tenía su puerta cerca de las escaleras, la armería. Dentro había un gran armario férreo, con un candado, y cerca, varias panoplias repletas de armas, aún afiladas, que brillaban con la luz que llegaba desde una ventana. También había algunas armaduras y cascos polvorientos, tanto obras metalúrgicas como de peletería. Miró su cinto, y el arma que reposaba en la vaina sujeta a este, la cogió y desenvainó descubriendo una hoja quebrada, fina hoja, pero resistente, que había perdido su kissaki. La dejó en el suelo, y de la panoplia tomo otra katana, peculiar arma en la que había perfeccionado su técnica durante multitud de años, desde que fuera un adolescente. Acto seguido, tomó una armadura de cuero, gruesa, resistente, ligera y el torso oscuro, los brazales de un decadente carmesí, las correas y los guantes negros, se adhirieron como una segunda piel al guerrero. Dio un paseo de nuevo por el resto de la estancia, más luego, pensativo, se fijó en una capa que había junto a una armadura, negra como el azabache, gruesa como el pelaje de un oso polar, con una enorme capucha, que estirada era capaz de ocultar el rostro con opacidad, como una sombra en la que la luz no es capaz de penetrar. También atisbó en este nuevo reconocimiento unas botas que se antojaban cálidas cuan el fuego del hogar en una fría tarde de invierno.

No dudó, calzó las botas en sus piernas, dispuso la capa sobre sus hombros, ajustó la capucha tapando su rostro, y descendió las escaleras mirando las sólidas paredes del castillo. Cuando hubo abierto las puertas del castillo, hizo una leve reverencia, y se despidió con la mano. Hasta luego, mi fiel y admirada biblioteca, prometo traerte un presente la próxima vez, y hacer todo posible para alargar mi estancia –dijo Satara pensando en voz alta, mientras su voz se perdía en la mañana clara y gélida.