sábado, 31 de octubre de 2009

Recuerdos de una revolución


Mi recuerdo de aquellos días es difuso y gris como una nube que amenaza con descargar la lluvia y borrar las huellas que se plasman en la acera. Recuerdo un ajetreo de rostros impacientes que realizaban acusadas muecas, que caminaban con presteza, que hablaban sin descanso. Oradores que brotaban en cada esquina, con una voz firme y compañera que captaba la atención de multitud de oídos. Cargas de los faraones y momentánea dispersión, para diez minutos después volver a las aceras ante el desconcierto de la autoridad zarista.

Imagino, pues como ya he explicado mi memoria de aquellos días ha quedado muy deteriorada, como debí coger la mano de mi madre con fuerza, integrada mi pequeña figura en aquel mosaico, en aquella masa despreciada y ninguneada a la que pertenecía. Lo que no imagino es aquel profundo sentimiento que dejaría huella en mí, ese impulso en el corazón, que me transmitían irremediablemente las personas de mi alrededor, aquel deseo irrefrenable de cambiar las cosas, que era alimentado por las palabras que se pronunciaban en su interior.

Yuliya sin ninguna duda alzó el puño y gritó con fuerza y coraje, tenía motivos para ello. Se habían llevado a mi padre, después de haber trabajado para la “patria” durante toda su vida. Habían arrebatado su escaso tiempo libre con más horas en la fábrica, soportando los insultos constantes del patrón, que las acusaba de ociosas e incapaces por su condición de mujeres. Y sin embargo, durante aquellos días no hizo aparición tan valeroso caballero ante la desafiante desobediencia de las obreras, que con tal acción, propinaron un estruendoso puñetazo a la altanería del propietario, demostrando cuán duro es el puño de una tejedora frente a la voluntad de cera del burgués, el cual se derrite y desaparece ante el candor de las masas.

Todo este odio estuvo presente durante los cuatro días que duró la insurrección, mas sólo se contuvo durante el primer día de movilización. Los días siguientes, en los que recuerdo que tampoco trabajé, los soldados de San Petesburgo, miembros de aquella masa que tanto odiaba la autoridad zarista y el patrón, se negaron a disparar en contra la multitud desarmada. El conflicto en el ejército se manifestaba también de una forma virulenta, los oficiales ordenaban disparar, los soldados se negaban. Mas no dudaban en disparar contra la policía cuando esta atacaba a los manifestantes, ni en quemar sus comisarías, nido de los perros del zar. Los cadetes de las academias militares trataban de causar estragos en los manifestantes, y también rauda iba la vanguardia de la guarnición de San Petesburgo a darles su merecido. Tales acciones provocaron que nuevas tropas marchasen sobre la capital, tropas que “misteriosamente” desaparecieron, los que habían sido tratados como peones durante tanto tiempo demostraron disponer de una autonomía inusitada y dejaron el sendero despejado para que la Revolución de Febrero se abriera camino.

Mi madre durante aquellos días invernales sonrió por primera vez en mucho tiempo, lo sé por aquellos sentimientos que se percibían en las movilizaciones, aquel deseo, aquella convicción de parar la guerra derribando al gobierno que quería proseguirla. Si la guerra se detenía, tal vez habría un pequeño respiro para todos, y quizás mi padre regresaría, pero para ello había que hacer otra guerra, la guerra contra el zar y su gobierno de ineptos. Sin embargo, su sonrisa pronto se vería transformada en mueca de decepción.

sábado, 17 de octubre de 2009

La historia del monje que ascendió a la cima

En un recóndito y santo lugar, donde el tiempo parecía transcurrir con inusual parsimonia siendo rutina el rezo de los feligreses, los monjes del Convento de la Palabra se encontraron tras una noche fría y tormentosa, su reducida cosecha hecha añicos. Ante esta perspectiva, los monjes tuvieron que sacrificar las pocas ovejas que tenían para obtener suficiente carne para el invierno, que se advertía implacable ayudado de multitud de picos grises, juntos como una dentadura de bestia.

La nieve llegó mientras los religiosos rezaban al dios que habitaba en lo alto de la montaña, el cual les permitiría sobrevivir a las duras condiciones que ofrecía aquel lugar náufrago de la civilización. La carne comenzó a escasear y un monje llamado Miguel Jacobo, decidió que era hora de hacer algo, la comida debía ser racionada. Estas raciones además, debían ser compartidas y dadas a aquellos que más las necesitaban. Así Jacobo, partiendo del ejemplo, daba la mitad de su ración a la monja Pluma, que aceptó sin reparos. Algunos siguieron el ejemplo, y gracias a ello se mantuvo cierta calma en el convento.

Sin embargo, pronto los que habían decidido reducir su ración comenzaron a debilitarse, alguno cayó enfermo y palideció asemejándose a un espectro de otro mundo. Jacobo también enfermó, su habitual semblante apacible, en el que se podía vislumbrar una sonrisa, se tornó en desconcierto y miradas perdidas. A su vez, pidió con su voz hablar con sor Pluma.

- Necesito una semana con mi ración recobrada y una pizca de la tuya ¿Te importaría traérmela? –preguntó el monje
- ¡Oh! Lo siento, no queda nada para el día de hoy
- Esperaré a mañana entonces, no te preocupes

Esperó el primer día tumbado en la cama, y sólo llamaron a su celda para traerle la correspondiente ración. A ese día le siguió otro, y otro, y Jacobo tenía la impresión de que sus raciones disminuían, ¿o tal vez eran sus esperanzas que estaban siendo mordisqueadas?

Al cuarto día decidió salir con las pocas fuerzas que le quedaban, a visitar a Pluma, encontrando como en su aposento se celebraba un pequeño banquete. Esta vislumbró el rostro del enfermo, mas no hubo efecto en su semblante, sólo el silencio que se desprendió de la situación. Aquella noche Jacobo escribió una nota: “Voy a buscar al dios Palabra a la montaña. Si él nos dio vida tal y como dicen nuestros escritos, podrá conseguir alimentos para mantenernos. Sin embargo temo que esos escritos sean erróneos. El dios Palabra estará de seguro vacío si no lo comprobamos, por ello, aconsejo a todos los monjes que acompañen las palabras con los actos”

Tambaleándose, sufriendo el gélido hálito de la noche y de la nívea tierra invernal ascendió el monje casi en un delirio, aunque sin descanso. Y una vez hubo ascendido contempló desde la cima como la noche se apagaba. Al amanecer, no había dios Palabra en aquella montaña, sólo las huellas del camino recorrido tras de sí, y frente a él, los humos de un pueblecito.

- Sin ninguna duda, el dios Palabra era un cascarón sin nada en su interior, al igual que aquella monja emanaba palabras conciliadoras, etéreas, sólo apoyadas en el soporte de la creencia que nunca se concreta. Después de todo para atravesar esa barrera de proferir palabras o de inacción hay que complementar el intelecto y la divagación con resultados y con intentos, frustrados o no. De lo contrario, si no hay relación dialéctica entre estos dos, seremos siempre unos sacerdotes, unos intelectuales de salón- Reflexionó Jacobo mientras caminaba hacia el pueblo en busca de alimento.

De los monjes que permanecieron en el convento sobrevivieron pocos. Nadie de los que marchó regreso a la afilada boca gris que execraba la creencia ciega en la palabra sin acción, o el hediondo desprecio por aquellos que actúan y deciden hacer algo.

viernes, 16 de octubre de 2009

Travesía

Ahora se mueve, con paso firme, decidido, embotado en un manto de pieles, armado con una compañera que en tantos viajes le había acompañado, su arma, su defensa, la única que permanece a su lado. La blancura del paisaje es gruesa, ya no nieva, pero los rayos del astro no han conseguido disiparla, dejando un rastro de agujeros gemelos, que desciende, atravesando cuestas empinadas, laderas, y desfiladeros, sin detenerse, con ritmo constante, monótono. No debo parar –piensa- no tengo comida y esas nubes de allí, es posible que al atardecer me alcance una ventisca.

Los pasos se aceleran a medida que el Sol se alza, crece, e ilumina las bastas tierras del mundo, desde oriente, hasta occidente. Sin embargo, no siempre es bien recibido, en la nieve, Satara entrecierra los ojos, el reflejo de los refulgentes rayos es cada vez más molesto, y aunque lleve el rostro cubierto siente los rayos de Sol como dos profundos y maliciosos ojos, que se clavan en su nuca, intentando escrutar sus pensamientos. Dedica una breve mirada a los picos de las montañas más altas, blancos como una bandera de tregua, pero manchados por pequeñas motas de polvo, rocas que asoman en su superficie. Luego, mantiene la vista en el frente, no puede bajarla, pues dará con el reflejo de los incómodos y alargados dedos luminosos, pero tampoco alzarla, porque dará con el astro del que emanan.

Todo comienza a hacerse pesado, ya es mediodía y el paso se debilita por unos instantes, el hambre y el desanimo que habían caracterizado su ascenso al castillo amenazan con retornar. Pero, esta vez no, ahora tengo un objetivo, una meta, más allá de la propia supervivencia, si sigo aquí, es para luchar –piensa la figura que avanza solitaria por la cadena montañosa. Aprieta el paso, avanza con convicción, como un guerrillero lo haría por su patria, como un animal se desenvuelve en su hábitat, y sin embargo, no ha pasado tanto tiempo en ese lugar como para comportarse como tal. Árboles empiezan a vislumbrarse en la lejanía, Satara esboza una breve sonrisa y emite un gruñido de satisfacción. Fuerza el paso aún más, sus pies se resienten, dentro de las botas, pero él no presta atención a sus demandas, reta a su resistencia, tensa la cuerda, y no se detiene. La masa boscosa, comienza a tomar forma, el compacto conjunto de antes comienza a ser una agrupación de abetos y pinos individuales y más espaciados, a su vez el camino desciende, y los picos se vislumbran cada vez más lejanos.

A medida que el Sol comienza a descansar sobre el oeste, se escuchan algunos cantos de pájaros aislados, de vez en cuando varios, que provienen de la ya cercana vegetación. Satara no tarda en caminar bajo los árboles en un suelo helado, aunque con pequeños núcleos verdes o de tierra húmeda. El pueblo ya no queda muy lejos, con suerte dormiré bajo techo- se dice-. La nieve, parece retroceder, las botas empapadas comienzan a arrastrar el barro del camino que comienza a vislumbrarse, primero como un débil surco, luego, excavado en la tierra, como el cauce de un río. El sendero desciende, y con él los pasos de Satara, cuyos ojos ya distinguen en el horizonte la empalizada del pueblo y los tejados de madera de las casas. El Sol también desciende, y cuando llega frente a la entrada de la población, la luna ya reina en lo alto, aunque de vez en cuando se ausenta, ocultada por unos densos nubarrones que se mueven silenciosos por las alturas.

A ras de suelo, ese movimiento también se percibe, la capa se agita mientras los guardias miran al peculiar visitante, que sujeta con su mano izquierda la capucha mientras habla. Un austero saludo, intercambia pocas palabras con los vigilantes y prosigue su marcha. Observa la plaza del pueblo, tan sólo poblada por hojarasca y tierra que se levanta. Las casas tienen puertas y ventanas cerradas, apenas hay luz en el pueblo, ni siquiera de la posada, que también se ha aislado para prevenirse del temporal que acecha.

domingo, 11 de octubre de 2009

La chispa del 23


Escribo estas líneas a la luz de un candil, entusiasmada, sintiendo una extraña sensación en el estómago y en el pecho, una anormal inquietud. Tal vez sea por el ajetreado día de hoy, recorriendo las habituales calles frías, que sin embargo no eran tales ante nuestra presencia, las obreras de Vyborg, y todos los trabajadores que se sumaron a nuestra causa, para pedir pan a esos ladrones de la Duma y celebrar nuestro día, el Día de las Trabajadoras. ¿Cuántos éramos? no puedo decirlo a ciencia cierta, pero mis oídos aglutinaban tal cantidad de voces que parecía que la cabeza me estallaría de la emoción en cualquier instante.

Hoy el pequeño Sasha tampoco trabajó, me acompañó durante todo el día, aferrándose a mi mano, con los ojos de un búho en la nocturnidad, atento a cada movimiento de banderas, a cada palabra que descargaba su ira contra el zar, o que, simplemente, pedía pan. Es increíble ver como a los obreros de nuestro barrio, se unieron los de otros colindantes, solidarios, abnegados, dispuestos a situarse en la primera línea de nuestra manifestación, preparados para recibir las cargas de los faraones.

Cuando atravesamos la avenida Nevski, me pareció ver alguna sombra que se situaba junto a la ventana de una casa, quizás observando desde arriba como nosotros, los obreros, avanzábamos de forma decidida hacia la Duma, reverberando los cimientos de sus edificios bien montados, de sus sillones y salones bien amueblados. Sin embargo, si piensan que nos vamos a conformar con este día de manifestaciones, no nos conocen bien. Mañana, al ritmo del paso de los obreros, las calles volverán a retumbar, los sillones de los señoritos de la Nevski volverán a temblar, la Duma se volverá a ver acosada, y probablemente este estúpido zar volverá a escandalizarse y a avergonzarse de su pueblo. Quizás para comprender de una vez que no somos su pueblo, que no queremos un zar, que lo único que queremos es pan y paz.